Viejo farol que alumbraste mi pena
Aquella noche que quise olvidar
Hoy veo tu luz taciturna y enferma
Cual si estuvieras cansa’o de alumbrar
Riosucio tiene dos parques: el de arriba y el de abajo. El parque de arriba tiene todas las características filosóficas y humanas que uno espera de un parque de arriba. Y el de abajo, todas las de un parque de abajo. El de abajo tiene más cerca el cementerio y la galería. En la galería hay un montón de gente vendiendo productos de granero, frutas, verduras, yerbas, desayunos y carne envuelta en hojas. Afuera está la gente bebiendo de alegría y de tristeza. Algunos terminan eufóricos, de la alegría o de la tristeza o de las dos cosas y pelean a cuchillo o a machete. A veces hay algún muerto. A veces el muerto era conocido del asesino, o primo. A veces eran amigos, pero discutieron. A veces simplemente estaban ahí sentados y les tocó.
En el cementerio están algunas de las personas que más he querido. Algunos están arrumados en un osario y ni los conocí. Otros como la abuela, el tío Aníbal y la tía Encarna están en una misma pared del cementerio nuevo.
La abuela tenía el almacén de telas en el atrio del parque de arriba. Había un largo escritorio blanco con una buena provisión de tijeras, metros, alfileres, agujas y un sobre de tela con cremallera para la plata. Dándole la vuelta por encima al parque de arriba está la variante por donde pasaban antes los camiones que iban de Medellín para Cali. En la mitad de la cuadra más viva florece el bar El Pilsen, donde siempre estaba el tío Herney, que había quedado en silla de ruedas por un accidente en las minas de carbón. Esa era algo así como su oficina en la que vendía cigarrillos americanos y promocionaba pequeños trabajos de carpintería. Cuando era niño y pasaba por El Pilsen en bicicleta, me picaba un ojo.
Los fogones de carbón empezaban a prenderse a las cuatro y media de la mañana afuera de muchas casas. Las señoras despachaban arepas por decenas envueltas en papel de panadería. A cien cada arepa y la decena a ochocientos. A ochenta las arepas redondas. Los perros callejeros dormitaban pero estaban atentos con un ojo por si pasaba un turista. Si pasaba uno le ladraban, lo medían, lo tanteaban.
Esas calles, como decía Gabriel García Márquez en una entrevista, son mi ecosistema. El entorno ecológico en el cual siento que me desenvuelvo óptimamente como animal.
Pasando por una esquina de la ciudad donde vivimos mi hijo me pregunta Papá, ¿Gan Gan y Gan Gon viven en Riosucio?; Sí, viven en Riosucio. En estas viejas calles de Europa los perros casi no ladran. Parecen productos decantados por la cultura y la moderación. Los álamos dan sombra a escenas dignas de Vogue que se repiten por toda la ciudad. Los palacios abundan. Los turistas dicen wow y toman muchas fotos.
¿Qué tan digno seré de volverme a sentar en el parque después de todo esto?; ¿Habré olvidado los aspectos más íntimos y fundantes de mi propia filosofía?
Pienso también en Steinar, de la novela Paraíso reclamado, de Halldór Laxness. Al final le preguntan qué hace reconstruyendo los muros de su finca en Hlidar después de haber vagado por el mundo en búsqueda del paraíso. Steinar responde: encontré la verdad y la tierra adonde reside. Eso es importante, desde luego, pero ahora me parece más importante construir de nuevo este muro.
