Justo unos minutos antes del ataque, Miguel Uribe hablaba en defensa del porte de armas: “Yo sí creo que, el colombiano de bien, que considere la necesidad de tener su arma, lo pueda hacer. Es decir, el porte de armas tiene que volver”, decía el precandidato. He pensado en esa ironía. En lo difícil que es la línea entre “colombiano de bien” y “mal colombiano”. Un amigo, tras el atentado, escribió en sus redes: “Los niños de Petro están listos para matar a sangre fría, a plena luz del día… ¿y nosotros?”.
Entonces intuí que no habría tanto que hablar del “porte de armas” sino del “porte de almas”: ¿cómo no dejarse llevar por la ideologización del otro y saber que hay cosas que ni siquiera deberían decirse? Miguel Uribe no era mi político preferido: no era riguroso, su tono gritado me molestaba y tenía visos del populista que dice lo que la gente quiere oír. Le sobraban imprecisiones y carecía de ideas nuevas. Eso sí, tenía mucha habilidad para aprovecharse de las coyunturas y ponerlas a su favor.
Y, sin embargo, no puedo no decir que es horrible lo que viven él y su familia. Ni tampoco puedo dejar de referirme a María Tarazona, su esposa, quien ha dicho lo que muchos políticos como Vicky Dávila no han sido capaces de decir: “Ningún niño en Colombia debería repetir la historia que está viviendo mi hijo hoy. Contar a sus cuatro años que su papá sufrió un disparo en la cabeza”.
Un atentado horrible, un guion macabro: matar a un político que no repuntaba en las encuestas, utilizar a un niño sicario y buscar asesinarlo después, infestar las redes de noticias falsas y miedo para desestabilizar el país. Quienes lo planearon se frotan las manos por su genialidad diabólica. Uribe Turbay tenía cuatro años cuando Pablo Escobar mató a su mamá. Su hijo hoy tiene esa misma edad.
La escritora mexicana Dahlia de la Cerda, en su libro Medea me cantó un corrido, pone a hablar en un cuento de ficción (que lleva el mismo nombre) a un niño sicario. En el monólogo, el niño recuerda los seis meses que estuvo en una escuela de asesinos: “Seis meses después, y una vez graduados, ya habíamos desarrollado completa lealtad. Para mí en ese punto era un honor morir por mis jefes, por esa gente buena que me había dado una familia, que me decía que era un chingón, que me dio la oportunidad de ser visto y ser alguien importante”.
El sicario también hablaba de “gente buena”. Es una ficción, claro —una ficción muy real—, pero sirve para mostrar cómo a un niño sicario lo entrenan en la tortura, la lealtad y la muerte. No es el mismo caso que el del atentado a Uribe Turbay, aunque sí muestra que estos niños son también parte de un gran engranaje de violencia y muerte, que se alimenta y renueva con cada bala —y muchas veces con cada clic—.
Círculos que me tientan a decir que volvimos al pasado. Sé que no. En Colombia la violencia es su infinito presente. Líderes sociales asesinados, feminicidios, firmantes de paz desaparecidos, secuestros, atentados. Uribe Turbay tenía sobre sí los reflectores y era senador y precandidato presidencial. Con él no nace la violencia ni tampoco acabará: hay quienes, con sus odios y conspiraciones, no dejan de llamar a la guerra. Probablemente porque nunca la han vivido.
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Con esta columna me inauguro en Barequeo. Gracias a Adriana Villegas y a Camilo Vallejo por la invitación a participar. Espero dejar algún que otro indicio de que al periodismo artesanal no se lo ha tragado del todo el periodismo extractivista a gran escala.