Yo vi los toros

7 de septiembre de 2025

Algún día les contaré a mis nietos que había construcciones donde la gente iba a ver los toros y que en algunos lugares los soltaban en las calles para que persiguieran a unos tipos vestidos de blanco y a los turistas gringos borrachos.
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Christopher Lee tuvo una vida fascinante. El actor que interpretó a Drácula para la Hammer Film Productions y a Saruman en El Señor de los Anillos fue cazador de nazis durante la Segunda Guerra Mundial, conoció a los asesinos de Rasputín y grabó varios discos de heavy metal. Sin embargo, una de las historias que tenía entre su repertorio era la de haber presenciado la última ejecución pública con guillotina en Versalles (Francia).

Lee contó en varias entrevistas cómo, el 17 de junio de 1939, se encontró con una muchedumbre que iba rumbo a la prisión de Saint-Pierre y allí vio cómo la gente se alborotó cuando la cuchilla cayó sobre el cuello de Eugen Wiedmann, un asesino condenado a muerte. El espectáculo fue tan macabro que desde entonces prohibieron estos ajusticiamientos. Ese dispositivo mecánico inventado por el doctor Joseph-Ignace Guillotin, a finales del siglo XVIII, y que fue símbolo de la Revolución Francesa, se había convertido en un artefacto que representaba un pasado brutal y sangriento. Y Lee pudo verlo en acción.

Yo nunca he visto una guillotina de esas en acción, mucho menos las cerca de 40 mil ejecuciones en las que se usó ese aparato del terror. Pero sí vi morir muchos toros. Cientos. Desde que comencé a ir a las novilladas y corridas, a los 10 o 11 años, y hasta hace unos cinco años que dejé de asistir a la fiesta brava, calculo que vi la muerte de unos 1.400 toros de lidia y un par de caballos. Visité las plazas de Sevilla, Pamplona y Barcelona (antes de que los prohibieran en la capital catalana), y a un par de Colombia. Plazas de primera y tablados de quinta. Asistí como espectador novel, como borracho de tendido, como taurino de condumio y remate, como aficionado serio y, en una última etapa, como cronista taurino. Defendí la tauromaquia en textos y conversatorios hasta que, al igual que sucedió con los franceses, lo que antes me parecía una tradición me comenzó a parecer un acto cruel.

Por eso cuando me enteré de que la Corte Constitucional declaró esta semana que, a partir del 2027, quedaban prohibidas en Colombia actividades como las corridas de toros, las peleas de gallos, el coleo y las corralejas, sentí que se había avanzado como sociedad. Pero no siempre fue así. Durante décadas, las plazas de toros fueron epicentros culturales, políticos y sociales. Allí se podían reunir Picasso, Aristóteles Onassis y algún político de turno a discutir el estado del mundo, como hoy lo hacen personajes similares en los palcos del estadio Santiago Bernabéu. En Colombia, quienes asistían a los tendidos de la Santamaría en Bogotá eran el termómetro sociopolítico del momento; la mejor encuesta de popularidad para las elecciones presidenciales era ver la recepción que tenían las figuras públicas cuando llegaban al coso. Cabe recordar el abucheo que se le hizo a María Eugenia Rojas, hija del general Gustavo Rojas Pinilla, y que terminó con el asesinato de nueve personas (hay versiones que dicen que fueron hasta 36) a manos de agentes del Estado dentro de esa plaza de toros, el 29 de enero de 1956. (Ver El crimen de la Santamaría).

En un futuro no muy lejano veremos a los toros de lidia en dehesas convertidas en santuarios, como hoy sucede con los leones y los safaris en los países africanos. / Foto elperiodicoextremadura.com

Además, antes de que existieran las figuras del fútbol estuvieron los toreros. Belmonte, Lagartijo, el Gallo y Manolete fueron estrellas de su tiempo y, como sucede hoy día con futbolistas y reguetoneros, había mujeres que buscaban fama yendo de cama en cama de cualquier matador con talento. Ava Gardner, esa diosa del cine de los años 50, fue amante de los toreros Mario Cabré y Luis Miguel Dominguín, y sus revolcadas enriquecieron las secciones de chismes de los periódicos del momento y golpearon el orgullo de Frank Sinatra. Ella hacía parte de ese grupo de divas que se derretían por la valentía de estos lidiadores con cuerpos cosidos a cornadas y manchados de sangre y arena; protegidos solo por una oración a la Virgen Macarena. Hoy son tiempos más asépticos. Preferimos a los atletas apolíneos de dietas estrictas, rutinas de ejercicios y una agencia de abogados que los blinde de todo mal.

Pero lo que más extraño de los toros son los toros. Verlos salir de esa boca oscura que es la puerta de los sustos y sorprenderme con un azabache, un jabonero o un raro albahío. Detallar sus astas, el lomo, su trapío; analizar su embestida, si lleva la cabeza abajo y tiene fijeza. Y si todo este conjunto es armónico con lo que propone quien lo lidia, surge un momento estético único. Antonio Caballero, ese gran columnista y cronista taurino, decía que uno va a los toros a esperar ese instante. Presenciarlo ya pagó la tarde, el día, quizás la temporada. Eso es lo que llaman “la verdad”.

Desafortunadamente, y al igual que sucede con muchas cosas del arte, el dinero predomina sobre lo etéreo, sobre la belleza, y contaminan el pozo del que beben la ética y la estética. Eso, al final, fue lo que me alejó de lo taurino. Figuras que cobran millones por dar un espectáculo degradante y humillante hacia una criatura tan imponente como lo es el toro de lidia. Además, los ganaderos y empresarios les siguieron el juego. Muchos dejaron la torería y pasaron a ser matarifes en trajes de luces. Con todo eso desdibujado y alimentado con discursos románticos anacrónicos, no es raro que las corridas de toros tuvieran los días contados.

Algún día les contaré a mis nietos que yo vi toros. Les diré que había construcciones donde la gente iba a verlos y que, incluso, en algunos lugares los soltaban en medio de la ciudad para que persiguieran a unos tipos vestidos de blanco y a los turistas gringos borrachos. Que yo corrí por esas calles. Que vi a José Tomás, a César Rincón, a Enrique Ponce, el Juli y a Morante. Que era toda una ceremonia donde la muerte no era velada.

Les hablaré precisamente de eso: de la muerte. De cómo nos llega a todos, incluso a las corridas de toros. Y ellos me mirarán entre aterrados y pasmados, como cuando leí la historia de Christopher Lee y la guillotina.

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  • Periodista y diseñador industrial. Profesor en la Universidad de Manizales. Ganador del Premio Nacional de Periodismo “Orlando Sierra Hernández” 2024.

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