Le faltaban tantos dientes que no sonreía, ventilaba la boca. De blazer negro desgastado, pelo entre gris y negro hacia atrás, espalda ancha y brazos largos: solo le faltó decirme que hablaba italiano y que trabajaba con cuestionados empresarios de Sicilia para completar la imagen de escolta de la Cosa Nostra.
—Ya sé que son latinos por el tamaño de las maletas, sir —me dijo, con su sonrisa aireada, cuando me subí al puesto de copiloto.
El gran Erhan era más alto que el carro por una cabeza turca. Sin mucho esfuerzo ya había montado el equipaje de siete turistas en el baúl de su van negra, y eso que cada uno parecía tener ropa para un año y no para dos semanas. Antes de arrancar, Erhan se acomodó el pelo, se peinó las cejas gruesas, se secó algo de la grasa de la cara y se puso el cinturón.
Un turco —que mientras nos llevaba al hotel se pasó varios semáforos en rojo— sería nuestro primer guía en el reino de Dinamarca, el país en el que afirman que si un ciudadano se pasa aunque sea un semáforo en rojo hará que la monarquía caiga. Menos mal me dijo que no le interesa ser ciudadano danés.
Dato para que la lectora no abra Wikipedia: Dinamarca es una monarquía constitucional: tiene un rey, Federico X, el jefe de Estado, que está sometido a la Constitución, y una primer ministro, Mette Frederiksen, que es la jefe del gobierno. Eso sí, en Dinamarca los funcionarios públicos no son personas de primera categoría; en Colombia, en cambio, cualquier concejal cree que tiene más derecho sobre los demás.



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En la columna pasada le decía a mi inmensa minoría lectora que estoy de viaje; “inmensa minoría”, así saludaba la voz de Álvaro Mutis en la emisora HJCK, que por estos días cerró los micrófonos, después de 75 años al aire. En Madrid no me recibió la voz barítona de Mutis sino la música colombiana de la emisora “La Suegra FM” y el pasodoble de la Feria de Manizales, música española chiviada.
Tres días estuve en Madrid, de allá viajé a Copenhague y en Dinamarca el gran Erhan me recibió con sus palabras silbadas y sus brazos esquivando bicicletas. En un momento bajó la voz y me empezó a contar una historia:
—Hace unos días conocí a un colombiano —sospeché lo peor.
Me dijo que el hombre contrató sus servicios de transporte, de guía y de traductor, porque no hablaba ni inglés ni danés y necesitaba que lo llevara a un lugar a las afueras de Copenhague para comprar grandes cantidades de cobre. Pensé que no le había entendido, que me probaba para un desenlace más verosímil: toneladas de cocaína ocultas en contenedores de supuesto cobre, o alguna historia por el estilo.
—Él me mostraba una dirección en su teléfono —Erhan manejaba hacia Nordhavn, donde quedaba el hotel; siempre terminaba las frases en “sir”—, yo conducía, buscaba y hasta llamé al teléfono que le dieron y me contestaron: “No vuelva a llamar aquí”. En una foto el señor me mostró que quería comprar un millón de dólares en cobre.
La supuesta empresa era una empresa fantasma (lo cierto es que en Dinamarca a veces hasta las personas parecen fantasmas). Concluyeron que todo era una estafa y que, por fortuna, el colombiano no había pagado nada de lo que le exigían. Erhan me repetía una y otra vez que se sentía muy bien por haber impedido que lo robaran; tal vez con eso me pedía que le diera propina por solidaridad de nación, pero la verdad no sospechaba que antes él me la debió dar a mí: él como conductor de turistas podía ganar más que lo que yo me gano dividiéndome en correcciones de estilo, ediciones de libros y docencia —y eso que no cuento lo de las regalías de libros, porque entraría a pérdida—. El salario promedio en Dinamarca es de € 2.700 (su equivalente a coronas danesas), es decir, $ 12’000,000. Haga las cuentas, desocupada lectora.

Me reí de esa ironía prejuiciosa: es raro que a un colombiano lo estafen en un país rico, lo más natural sería lo contrario. Pero no. Mi hermana, por ejemplo, que viaja conmigo, dos días después de llegar a Dinamarca, le tomaba una foto a la calle de Nyhavn, sintió un ligero movimiento y pensó que era el viento del Báltico que refrescaba las fachadas de colores, las lanchas y el reflejo del sol en las olas diminutas. Sonrió y tomó la foto. Cuando se dio cuenta, la remoción era algo menos poético: le habían robado la billetera.
Busqué en Internet y encontré un grupo de Facebook, “Latinos en Copenhague”. En él recomiendan cuidarse de estafadores que llaman por teléfono, escriben correos electrónicos, ofrecen alquileres falsos, alquilan patinetas robadas y copian tarjetas de crédito. Hace unos meses denunciaron en ciudades danesas como Faxe, Korsør, Dianalund y Sorø a estafadores bien vestidos que se hacían pasar por trabajadores bancarios para robarse las tarjetas de clientes desprevenidos. El caso del colombiano parecía ser solo uno más en el país cuyos guías dicen que la corrupción “casi” ha desaparecido.

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Después de que me terminó de contar la historia del fallido robo de cobre, el gran Erhan me tiró más datos sobre Dinamarca y Copenhague:
—No sé cuáles sean los criterios de esos estudios, pero dicen que Dinamarca es el segundo país más feliz del mundo, después de Suecia. Llevo más de treinta años aquí, no soy ciudadano nacionalizado danés, pero tengo salud, educación y me puedo pensionar. Aquí nacieron mis dos hijas y ellas ya están nacionalizadas. Por lo que es a mí, no me interesa. Lo único que no puedo hacer es votar e irme a las fuerzas armadas danesas, entonces para qué. Trabajo las veces que quiera a la semana, no tengo que trabajar todos los días si no quiero; eso sí, los impuestos son altísimos: como el 40 % de lo que me gano. Si me ganara más, pagaría más. La verdad, aquí el problema es de salud mental, de depresión. La gente se frustra muy fácil, las parejas se separan y discuten por cosas muy estúpidas, por ejemplo, dónde deben poner los arreglos en la casa.

Al otro día del encuentro con Erhan, caminé por una zona residencial de Copenhague, cerca del hotel, en Nordhavn. Era temprano y era verano. No me costó hablar el otro idioma de los daneses: el silencio. Edificios sin adornos, como grandes bloques con ventanas, separados por calles o desiertos de asfalto. A veces parecía que todo el mundo se hubiera ido, o que la gente miraba escondida detrás de las ventanas. Solo se oía el rumor de una máquina guadañadora, un camión que transportaba gasolina, el sonido tenue del metálico báltico. El metro, las calles, los restaurantes, los bancos, las cafeterías, todo diseñado para no tener que hablar con el otro a no ser que fuera estrictamente necesario. Sentí en la atmósfera una especie de tedio, a veces como odio por el otro, de una sociedad que, aunque lo tiene todo, se cansa de la monotonía. En Estado de malestar, novela escrita por la noruega Nina Lykke, es una ironía de los “Estados de Bienestar” de estos países. Como lo decía Erhan: Estados cuyos ciudadanos lo tienen todo garantizado y, aun así, muchos de ellos viven frustrados, como si esa supuesta vida feliz, plena y dichosa fuera solo de puertas para afuera; de puertas para adentro, solo una estafa. En la novela se cuenta la historia de Elin, una médica exitosa que tiene que lidiar con las hemorroides y la mierda de sus clientes, y que solo encuentra conversaciones reales en el amigo imaginario, el esqueleto de su consultorio, mientras vive una crisis existencial por una ruptura amorosa, que le revela su vacío de sentido.
Dinamarca es un territorio compuesto en su mayoría por islas entre el mar Báltico y el mar del Norte. Son 6 millones de habitantes para 42 mil kilómetros cuadrados. Sin contar Groenlandia y las islas Feroe, ambos parte del reino de Dinamarca pero que tienen autonomía política, es un país más pequeño que el departamento de Antioquia. Monarquías democráticas, colonias autónomas: otras estafas de la nueva era.

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Cientos de miles de turistas viajan miles de kilómetros para ver el monumento de la Sirenita en Copenhague:
—Le estatua de la Sirenita está en el segundo puesto de los monumentos más estúpidos, después del Manneken Pis en Bruselas —me dijo un guía danés con cachetes como jamones y los mejores comentarios irónicos que he oído en el viaje; el de Bélgica, en Bruselas, es la estatua de un niño fuente que orina agua y al que millones de turistas le toman foto.
Hay un monumento de la Sirenita, cerca de Nordhvn, porque Hans Christian Andersen, el escritor del cuento de “La sirenita”, es de Dinamarca. Andersen “es” el escritor insignia de Dinamarca (una gran avenida de Copenhague lleva su nombre) y escribió muchas de sus obras en la capital del reino. Pero el monumento tiene menos presencia que un colombiano por las calles danesas con ansias de escribir crónicas. De cualquier forma, el guía danés no conocía un monumento que les gana a todos: el del Puente de Boyacá, famoso por la Batalla de Boyacá que se conmemora el 7 de agosto, la batalla que consolidó la independencia de Colombia en 1819. Miles de turistas y colombianos llegan desilusionados porque se percatan de que el Puente de Boyacá no resistiría ni el peso de la historia.

—Ok, sir —me dijo Erhan, cuando llegamos y terminó de bajar las maletas.
A pesar de que me había esforzado, no logré romper la barrera del cliente-trabajador. Marx me miraba y me señalaba con el dedo acusador. Le sonreí a Erhan, él me hizo una reverencia y temí que se abalanzara sobre mí. Le dije que gracias en mi inglés apaisado y me fui con mi maleta, sin darle nada de propina y con la sensación de que lo había estafado.
