El mundo cambió vertiginosamente. Yo lo empecé a notar después de regresar de un viaje que me tomó casi un año. Fue un viaje en el que dejé todas las etiquetas con las que me definía para convertirme en otra cosa: la extranjera, la inmigrante, la estudiante, la cleaner, la mesera, la turista. Ya no era esa que vivía en una ciudad pequeña, a la que conocían algunas personas, y la que se dedicaba a un oficio en particular. Sentí alivio. Estuve cercana a la felicidad, o incluso en ella.
Recuerdo la liviandad con la que me desperté el primer día —a miles de kilómetros de lo que llamaba casa—, la producía la certeza de que allí no era nadie, o sí, una completa desconocida. Entonces actué con la libertad que me permitió ese mundo paralelo; trabajé sin pudor y sin vergüenza: con la fuerza de mis manos atrofiadas, con el peso de la vacuum en la espalda, con los pies adoloridos que caminaban sin descanso cuatro horas cada día. Hablé otro idioma. Escuche cosas que no entendía. Me perdí en calles desconocidas. Pedí indicaciones en una lengua que no era la mía. Lloré. Me sentí sola, envalentonada, agradecida. Y cuando pensé que era suficiente, volví a mi casa, con una seguridad acumulada que nunca antes había tenido.
Y entonces lo noté, cuando empecé a reincorporarme, ya no en un mundo paralelo sino en el que me ha tocado desde que salí del vientre de mi madre, que el lugar al que llamo hogar ya no es el mismo: ahora está obsesionado con la inteligencia artificial, el marketing digital y un lenguaje que no es el suyo; el inglés. O por lo menos ese es el ambiente que puede apreciar todo aquel que se mueve a diario por las principales bolsas de empleo de este país; yo soy una de ellas.
El tiempo se ha ido acumulando como los papelitos arrancados de un calendario. Mi seguridad, otrora abundante, se ha ido diezmando. Ahora no es suficiente con tener un título universitario ni una maestría. Ahora hay que hacer cursos, especializaciones, saber de redes sociales, ser trilingüe —y si se sabe más idiomas será un plus—, estar a la vanguardia con herramientas tecnológicas y tener muchos años de experiencia en cualquier campo. Si no es así, “por favor abstenerse de aplicar”.
No puedo evitar pensar en la comedia de Woody Allen, “Sleeper”, en donde el protagonista, Miles Monroe, es congelado criogénicamente tras el fallo de un procedimiento médico y despierta 200 años después en un futuro distópico. ¿Me habrán congelado criogénicamente por alguna razón que desconozco?, ¿por equivocación? ¿Me habré imaginado ese viaje en el que fui e hice otras cosas mientras hibernaba en una cápsula criogénica? ¿Trabajar con la fuerza del cuerpo y del pensamiento se ha vuelto utópico? ¿Habrán pasado 200 años y no uno, y por eso el mundo me resulta extraño, incomprensible, ajeno? No sé, pero ante este escenario ¿distópico? tal vez habrá que seguirle los pasos al personaje principal del film: optar por la reeducación, por tratar de encajar, de comprender. Ver extrañados, hasta que se nos convierta en paisaje —y en eso sí que somos expertos—, que la inteligencia artificial y la tecnología de punta ocupan cada vez más espacio, que se van acomodando con una actitud pasivo-agresiva en nuestra cotidianidad con una cara falsa de amistad. Y así, de una manera imperceptible —como se instalan casi todos los cambios— nos irá pareciendo cada vez más normal preguntarle su opinión a la IA, pedirle a un mercadólogo que resuelva nuestras necesidades, y que nuestra lengua nativa sea remplazada por otra en nombre de lo que solicita el mercado laboral.