De vez en cuando, y en medio de toda la basura que hay en la red social X (antes Twitter), surge un tuit que nos pone a reflexionar. El trino en cuestión decía que quienes nacimos en los límites de 1980 —yo soy del 78— hemos vivido cinco décadas y estado en dos siglos y milenios diferentes, sin haber cumplido los 50 años. En un principio no le presté atención al mensaje y seguí en ese doomscroll que me entra con el insomnio de las 4:00 a. m., pero con el paso de los días me quedó la idea en la cabeza sobre lo que esto representaba y lo fascinante que es haber estado en ese momento de la historia: pasar del siglo XX al XXI.
Puede parecer una tontería el que, de un día para otro, en vez de contar los años con el 1 por delante pasamos a digitar el 2 de primero, pero no olvidemos el pánico que esto produjo en los desarrolladores de software y computadores. El Y2K iba a resetear todas las máquinas que tuvieran Microsoft, DOS o cualquier sistema operativo similar; habría apagones globales, los aviones se caerían del cielo y los relojes dejarían de marcar la hora. Los más optimistas presagiaban un retorno a la Edad Media, los apocalípticos hablaban del fin del mundo y recomendaban dejar todo e irse con sus familias para la llegada del Juicio Final.
Hubo quienes se endeudaron y asumieron créditos absurdos en esos últimos días de 1999, pensando en que los computadores del sistema bancario colapsarían y las deudas se borrarían. O los que gastaron todo porque era la hora llegada. Pero ese sábado, 1 de enero de 2000, el Sol salió por el este y se ocultó por el oeste, como todos los días. Los habitantes de la isla de Kiritimati, de ese país del Pacífico central llamado Kiribati, fueron los primeros en darse el Año Nuevo sin que los cuatro jinetes del apocalipsis les aguaran la fiesta y ninguna aerolínea en el planeta registró problemas más allá de los retrasos comunes de los aeropuertos. Y, a pesar de que no ocurrió nada extraordinario, podemos decir “estuve ahí”, en el cambio de siglo y de milenio.
Cuando a mis estudiantes les hablo de esa época es como si les hablara de otro mundo; porque era otro mundo. Uno muy análogo, poco digital. Uno sin bitcoin, ni inteligencias artificiales, ni Only Fans. Eso era de películas y series de ciencia ficción como Viaje a las Estrellas, Matrix o ese clásico olvidado que es Cherry 2000. Les hablo de naciones que ya no existen —como la Unión Soviética o Yugoslavia— y es como si hablara del Imperio Otomano o el Austrohúngaro. Si les menciono la tragedia de Armero, el equivalente sería la erupción del Vesubio y de cómo acabó con Pompeya. Y la carrera espacial se hacía entre Estados Unidos y la desaparecida Unión Soviética y no entre dos megamillonarios que buscan medirse el tamaño de la billetera y del pipí con cada cohete que mandan con turistas a la estratósfera.
Sin embargo, las civilizaciones poco han cambiado. Sí, hay tecnologías diferentes, pero en cuanto a humanidad seguimos siendo iguales: las mismas ambiciones, las mismas guerras. Si tuviera un DeLorean modificado y me fuera al pasado, al año 999, y le preguntara a un Alejandro de ese entonces (que se llamaría, no sé, Alexandros si estuviese en Europa) me hablaría de cómo los Rus de Kiev se apoderaron de todo lo que hay entre el mar Negro y el Báltico, que los germanos montaron su Primer Reich y que en el al-Ándalus (península ibérica) los monarcas locales quieren expulsar a los moros porque no soportan el islam. Y si estuviera en estas tierras (entonces ya no sería Alexandros sino Axayakatl, o algo por el estilo, porque el nahuatl y la cultura tolteca la rompía en Mesoamérica) me contaría del comercio andino y el desarrollo de culturas como la Tiahuanaco y la Huari, o de cómo los Anasazi y Hohokam lograban cultivar en el desierto gracias a sus avances en riego y drenajes. Porque mientras en Europa y Asia vivían la Edad del Hierro, aquí dominábamos el adobe.
Y si me fuera a los inicios del otro milenio, al año 1, me contarían de la expansión del Imperio Romano, de la extinción del león en Europa Occidental y que Tehotihuacán es una maravilla. Conquistas, dominio y obras monumentales. Nadie, ni hace dos milenios, hablaría de que no hay hambre, ni desigualdad, ni injusticias. Poco ha cambiado la naturaleza humana en estos dos mil y pico de años. La única diferencia es que hoy podemos transmitir nuestras abominaciones vía Wifi, en directo, y a todos los rincones de este planeta que sigue en rotación y traslación constante; ajeno a nuestros tiempos y caprichos.