Ante un auditorio que se vacía o se llena según quién hable. Con unas sesiones que ocupan cuatro días para que intervenga un gran grupo de presidentes o mandatarios de países, esta semana ha transcurrido otra asamblea de las Naciones Unidas con un gran grupo de mandatarios de sus países miembros. Y del resumen de sus palabras nos enteramos por el registro de los medios y las redes.
Se espera que cada presidente —o sus homólogos— hable solo quince minutos, pero no hay límite formal o mecanismo para quitarles la palabra. En esta asamblea, Trump habló casi una hora y Petro intervino 35 minutos (corto para su estilo, eso sí).
Se sabe que no es posible ni deseable que intervengan los representantes de todos los países; si lo hicieran por al menos 15 minutos cada uno, se requerirían 48 horas de solo discursos. Y si las sesiones fueran de ocho horas diarias serían necesarias al menos seis jornadas, más el inevitable tiempo que transcurre entre uno y otro orador, más las pausas obligadas y demás. Y tal vez sería indispensable contar con dos o más diferentes grupos de personas que puedan escuchar, o al menos asistir, con una cierta actitud de amable atención. Sería simplemente imposible oir, atender, interesarse o llevar el hilo de cincuenta, cien o 190 intervenciones seguidas. Adicionalmente, se convertirían en sesiones con contenidos repetitivos, sin discusión, sin desarrollo de los temas y sin conclusiones. Bueno, es claro que en estas asambleas generales no se pretende tomar decisiones, sino ventilar puntos de vista, propagar o promover ideas generales, buenas intenciones, solicitudes o explicaciones.
Trump, Milei y Petro se consideran dueños o salvadores del mundo, por lo cual intervienen. A Zelenski, Putin, Netanyahu y Abbas se considera necesario escucharlos ante las guerras que se viven. Otros presidentes de países económica y políticamente influyentes son infaltables (China, Francia, Inglaterra…). Y del “tercer mundo” se escucharon varias terceras voces con sus terceras guerras, como es el caso de Sudán.
Ante los problemas coyunturales que vive el mundo y de los cuales se habla allí, es lógico que el ciudadano concluya que esta organización no sirve para nada. No servir “para nada” quiere decir que no existe un mecanismo o una instancia con autoridad para imponer una decisión mayoritaria que resuelva los conflictos bélicos y otros que se presentan.
Conflictos, invasiones y guerras han existido antes y después de la Segunda Guerra —claro está—, desde mucho antes de que existiera este organismo multilateral.
Es muy cómodo criticar a la ONU cuando se preside un país económicamente poderoso que busca imponer sus puntos de vista. Es fácil hacer llamados de atención a esta organización, cuando desde su Consejo de Seguridad se impide la toma de ciertas decisiones mayoritarias. En forma similar, es casi neutro criticar a la ONU por la forma como la humanidad se relaciona con la naturaleza, explota los recursos naturales y contamina, en un mundo en el que las empresas, las corporaciones internacionales y la rentabilidad priman sobre los gobiernos y son más poderosas que los estados.
La posibilidad de cambiar esta institución desde dentro es la única opción que tienen los países, aunque siempre se enfrenten al derecho al veto de los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad (China, Francia, Rusia, Reino Unido y Estados Unidos) para bloquear casi cualquier resolución o decisión que a uno de ellos no le parezca conveniente.
Pero si mañana no existiera la ONU habría que crear una. Otra vez con todos los 193 o más países: los poderosos, los alineados, los dominados, los amenazados, los débiles, los que les deben a otros, los insignificantes y los rebeldes. No hay opción. Así como no hay forma de que todos los presidentes escuchen las intervenciones de los demás: para eso están los mandos medios, delegados, representantes o simplemente empelados de la ONU. Pocos o muchos.
En todo caso, sin esta organización o una similar estaríamos peor. ¿Cómo cambiarla o mejorarla? No lo sé.