Según lo que entiendo de las redes sociales, existe un conjunto pequeñísimo de personas que, casi que por contrato, están obligadas a usarlas. Influenciadores, periodistas, propagandistas y demás están atados al uso profesional de estas herramientas. Para ese conjunto de personas, nada de lo que voy a decir acá va a resultar útil. Para otras personas, si acaso, puede resultar útil contemplar la idea radical de que una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa. Una cosa es salirse de —o restringir radicalmente el acceso a— las redes sociales. Otra cosa es desconectarse del mundo.
La historia de las redes sociales es tan reciente que los vejetes de hoy recordamos, como parte de nuestra historia personal, cómo y por qué surgieron. Las redes sociales surgieron como una promesa de conexión. El idealista estereotípico de Silicon Valley quería humanizar y democratizar el Internet.
Poco después, para poder pagar las cuentas, las compañías tecnológicas adoptaron un viejo modelo de negocio que usualmente se acredita al norteamericano Benjamin H. Day, editor del extinto periódico neoyorquino The Sun. En este modelo, los ingresos del medio giran alrededor de la masificación de un producto barato con el propósito de vender la atención del público a los anunciantes de publicidad. Después de varias iteraciones de optimización del modelo, el optimismo temprano de los emprendedores de las redes sociales apareció convertido en su exacto contrario. Los líderes del mercado abandonaron su ambición humanista y democratizadora. Su pretendida ambición de conectarnos a unos con otros se tornó en una mentira mal dicha; su simpatía por la democracia, en abierta hostilidad.
Con todo y lo nocivas que las redes sociales resultan, no es posible negar su utilidad. En ciertos contextos y para ciertos propósitos, es innegable que su uso puede venir con un saldo a favor. Pero, por eso mismo, se hace imposible extrapolar el caso de los influenciadores a otros casos individuales. Estadísticamente, no tiene sentido: los influenciadores, periodistas y publicistas son una minoría. En el cálculo de utilidades, para la mayoría es mejor mantenerse al margen, entrar a extraer lo necesario, y salir tan pronto como puedan. Al interior del nido de víboras, hay unos cuantos lucrándose y se encuentran cosas valiosas, ocasionalmente. Ni lo uno ni lo otro son razón suficiente para justificar la exposición permanente.
Imponer restricciones radicales a las redes sociales es una cosa que poco tiene que ver con la otra cosa: desconectarse del mundo. Bien vista, esa imposición es en realidad algo de lo menos controversial. Pero, lejos de ser trivial, plantear la discusión en términos menos dramáticos puede hacer la diferencia para quienes no se decidan todavía a imponer restricciones significativas y quieran hacerlo. Después de un minuto de reflexión, salirse de la alcantarilla empieza a tener mejor pinta.