He sido un habitante de la carrera 23. Gran parte de mi vida transcurrió caminando por esta vía, que hoy permanece en un “letargo temporal” debido a las indecisiones de las administraciones municipales para intervenirla. Este corredor vial ha sido siempre un eje central en las campañas electorales: cada cuatro años se vocifera sobre él: “Si llego a ser alcalde de Manizales, peatonalizaré la 23, impulsaré el desarrollo del centro histórico, reubicaré a los vendedores ambulantes y convertiré la vía en un eje turístico de la ciudad”. Sin embargo, todo queda reducido a promesas… y nada más que promesas.
A pesar del valor histórico y económico de esta zona de la ciudad, hoy enfrenta el riesgo de desaparecer debido al desplazamiento de sus antiguos habitantes y a los cambios en su dinámica económica y social. El sector se ha transformado en un espacio cada vez más ocupado por vendedores ambulantes, personas en condición de calle, personas mayores, migrantes y desempleados, o como lo denominó el sociólogo polaco Zygmunt Bauman: “vidas desperdiciadas”, “parias”. Estos grupos crecen y desbordan la convivencia y la permanencia de los demás habitantes en La 23.
Hay muchos aspectos de este lugar que invitan a la reflexión, pero hoy me centraré en unos lugares que se han perdido por la misma reconfiguración de este territorio, pero que quedan en la historia de la ciudad: los “cafés”, las “fuentes de sodas” o, como me lo recordó un amigo muy querido, las “cantinas”.
En mi niñez acompañaba a mi papá a La Cigarra antes de entrar a misa los sábados a las tres de la tarde. Actualmente frecuento lugares como Los Graduados, El Parnaso, Sorrento y Bávara, cada uno con su propia historia y con su público que lo habita y lo deshabita, y con sus particulares listas de música: unas muy conocidas que quiere uno cantar a todo pulmón, otras que sólo invitan a conversar y algunas que quizás por la particularidad de quienes son sus clientes, resultan desconocidas.
Estos espacios se han transformado con la llegada de públicos más jóvenes, lo que ha generado una amalgama musical: la cantina convive con el vallenato, el rock en español y la salsa. Así, se han convertido en espacios intergeneracionales que rompen con el ‘clasismo’ de esta ciudad y donde el encuentro, la conversación y la diversión se mezclan con un aguardiente, un ron o una “pola”.
Es necesario volver a habitar estos sectores para que el centro recupere vida nocturna y no continúe hundiéndose en la desolación, la inseguridad y esa atmósfera de miedo, como si fueran nieblas artificiales que ocultaran el caluroso frío de nuestra ciudad.