Piense en París. Ahora piense, o escriba en una hoja de papel, cinco características positivas o que den identidad a la capital francesa. Probablemente, en esa lista, tiene a la Torre Eiffel, al museo del Louvre, al Arco del Triunfo, a la catedral de Notre Dame, a los Campos Elíseos, al Moulin Rouge, a la basílica del Sacre Coeur, al cementerio Père Lachaise, al museo de Orsay. A lo mejor fue más genérico y pensó en vinos, quesos, croissants, baguettes y, no sé, escargots o mujeres de cabello corto y con camisetas a rayas negras y blancas a lo Jean Seberg en À bout de soufflé (Sin aliento, 1960).
Ahora piense en Monrovia y haga una lista de cinco atributos de esta ciudad. Tal vez hasta este momento cae en la cuenta de que Monrovia es una ciudad; además, la ciudad capital de Liberia. “¿Liberia?”, dirá rascándose la cabeza. Sí, ese país al oeste del continente africano y que, en distancia, es el más cercano a Sudamérica. Que es una nación creada, en el siglo XIX y antes de la Guerra Civil estadounidense, por la Sociedad Americana de Colonización porque estaban convencidos de que los esclavos y sus descendientes tendrían más oportunidades y libertades en África que los Estados Unidos. Y si no sabía esto, probablemente no tiene en su lista ni una cualidad de Monrovia. O tal vez escribió “negros”.
Este ejercicio lo realicé con un experto en posicionamiento de marca de ciudades y me recordó a uno que no pude terminar. El año pasado asistí a una conferencia sobre marca personal y, al igual que con París y Liberia, la conferencista nos puso un ejercicio en el que debíamos hacer una lista de nuestros atributos físicos, emocionales y profesionales, y que nos identificáramos con un color o un animal. La mayoría de los asistentes eran jóvenes nativo digitales —muy hábiles para navegar las redes sociales y hacerse selfies con filtros para buscar “likes” y “me gusta”— que de inmediato se pusieron en su tablets y sus celulares a hacer su lista. O ayudarse de una Inteligencia Artificial para hacerla. Yo, como un ser antediluviano, tenía una agenda, un lápiz y una mente blanco.
La conferencista agregó: “Piénsense como si fueran un producto a vender”, y mi mente sufrió un corto circuito. ¿Acaso soy un champú? ¿Acaso la venta de personas no es ilegal? Porque eso fue lo que me enseñaron en el colegio y la universidad: que no somos “cosas”, que somos “seres humanos”. Individuos. Criaturas pensantes, libres, dignas y capaces de raciocinio. Que lo bonito de las diferencias entre todos es nuestra diversidad; no como en los supermercados donde encuentras tres o cuatro cosas que terminan siendo lo mismo porque pertenecen a la misma corporación multinacional que, a través de comerciales, nos vende la ilusión de que tenemos libertad de elección.

Nunca hice el ejercicio. Agarré mi lápiz, mi libreta y me fui del salón con mi cabeza cargada de Orwell, de Huxley, de la contracultura, de Muhammad Alí diciendo: “Cuando quieras hablar sobre quién me hizo, habla conmigo. Quien me hizo soy YO”. Me hacían eco las luchas por los derechos civiles y sociales. De ese mensaje grabado en una medalla y que cargaban los abolicionistas de la esclavitud en el siglo XVIII: “¿Acaso no soy un hombre y tu hermano”, acompañado de la imagen de un negro arrodillado y encadenado que suplica por un trato digno.
“Yo no soy un champú. Soy una PERSONA”, le dije con tono digno y solemne al experto en marca de ciudades, cuando le conté mi experiencia con lo de la marca personal. “Sí, pero Alejandro Samper Arango es…” y me hizo una lista de atributos como si fuese París. O Monrovia. “Tal vez no lo vea pero, en casi 50 años, ha construido un patrimonio de cualidades más amplio que el de esos pelados que hicieron parte de la otra charla. Usted, además de imagen (tremendo piropo me echó) tiene trayectoria y resultados; ellos, por ahora, solo pueden vender juventud y fantasías. Venderse como canal para promocionar productos que, al final, es lo que buscan muchos influencers”.
Palabras más, palabras menos, entendí que los perfiles de Instagram o Tik Tok de muchas personas son ese canal de televentas que pocos ven, y que te ofrece chucherías que no necesitas. Son aspiracionales. Y son tan repetitivos que hasta los criterios para hablar, actuar y verse son iguales. Basta ver a esas celebridades de las redes sociales: parecen todas operadas por el mismo cirujano. O usan el mismo filtro. Son, efectivamente, champú.
Pero antes de que me dejara ir con la razón en la boca, el experto me dijo que hoy día, los cazatalentos (o headhunters) que andan por ahí fichando ejecutivos y creativos para las grandes empresas buscan hojas de vida donde el profesional se mercadee como un producto. Que venda estilo, categoría, innovación, seriedad… Y al momento de presentarlos ante los accionistas de las empresas los ferian como cuando subastaban esclavos en los puertos. Y a los finalistas los ponen a pelear como mandingos.
Desde esa conversación ando por ahí pensando en qué producto soy y cómo venderme. ¿Seré un licor sofisticado? ¿Un bolígrafo? ¿Una crema para las hemorroides? Por eso, y sin entrar en aspectos filosóficos, les pido a quienes lean este texto que, por favor, me digan qué soy, pues por ahora solo pienso en “Monrovia”.