La noticia del embarazo fue un sacudón. La maternidad no era un sueño ni un destino: apenas una conversación, un proyecto borroso al que rara vez dedicaba un pensamiento. Después del derrumbe —días enteros en la cama soportando un cuerpo que se había vuelto extraño—, al llegar al tercer trimestre me levanté de golpe y tracé una radiografía de mi existencia: repasé heridas, dolores, cicatrices, logros y fracasos, y decidí lo que quería hacer conmigo.
Volví a hacer “cosas”. Entonces la escritura se volvió una urgencia, una forma de fijar las coordenadas y retratar las huellas de aquel tránsito hacia la maternidad. Luego, luego, en el posparto, aprender y hacer se tornaron vitales. Retomé proyectos que antes había dejado en remojo o hacía a un lado con la excusa del trabajo, la maestría y el cansancio. Cuando por fin expulsé los puntos que cosieron mi zona perineal y perdí el miedo al dolor, empaqué el coche, la pañalera y el fular, senté a la cría en su silla pisé el acelerador rumbo a un curso de cerámica. También inventé talleres sobre el cuerpo, el dolor y el género; retomé la edición de los relatos que llevo años escribiendo y, hoy, inicié clases de fotografía.
Antes de salir, me ordeñé con el extractor y dejé cuatro onzas de leche en un biberón para que mamá pudiera alimentar a la cría durante las tres horas que me llevaba ir, tomar la clase y regresar. Dejé el tetero esterilizado, saqué del banco de leche una bolsa y la puse a descongelar —por si quería más—, agarré mi bolso y huí. Era la segunda vez que dejaba a mi bebé al cuidado de alguien más. La primera había sido quince días después de parir, apenas por una hora, mientras asistía a terapia con mi psicóloga.
Cerré la puerta del apartamento. Sentí que recuperaba algo de mí: una libertad que entregué a mi cría y a la que renuncié al dejar de ser solo yo. “Libre sooooy, libre sooooy”, canturreé con voz infantil y ridícula mientras bajaba las escaleras de dos en dos. Hombre me seguía. Se burlaba de mi estallido de.. ¿alegría? Me tomó de la mano y, con ese gesto, reconquistamos una complicidad que en estos dos meses de posparto relegamos a un segundo plano.
Son las tres a. m. y tengo la bebé pegada a mi teta. Tiene los ojos cerrados y succiona con fuerza. Estoy recostada a la pared y anoto todo esto en la aplicación del teléfono: escribo, borro, escribo, edito, leo en voz baja: Busco palabras que revelen mi propio rostro.
He llegado a más de doscientas páginas de ficciones sobre mí: retazos de memorias, escenas vividas en la imaginación, observaciones que expanden el yo hacia la tercera persona. Curioso. Aunque ni mi cuerpo ni mi tiempo me pertenecen, late en mí una necesidad de hacer, aprender, crear, construir. Nunca antes me sentí tan ajena. Nunca antes me sentí tan mía.