A la entrada hay dos zombis pálidos y abrazados bajo la tenue lluvia de mediados de agosto. Se besan y luego revisan que sus escarificaciones sigan sangrando y las heridas permanezcan putrefactas. A su lado pasa una chica vestida de negro, de tipo gótico, y con unas medias hasta los muslos de rayas rojas y blancas; parecen esos caramelos que cuelgan en los árboles de Navidad. Y más allá una mamá es arrastrada por sus dos hijos de la mano para que les tome una foto en un diorama gigante junto a unos pokemones.
Es el primer día del ComicFest Manizales 2025 y los geeks, ñoños, freaks, nerds y demás raritos de Manizales demuestran que no le temen al mal clima de la ciudad. Tampoco si al Once Caldas le suspendieron o no el partido que tenía programado esa tarde en Valledupar. Sus intereses e ídolos son otros. En los parlantes del recinto de Expoferias suena la banda sonora de una serie de anime; lo sé porque una joven la comienza a tararear y le dice a una amiga que eso es de Ranma ½. Hay gente que hace cola para ponerse una pesada capa de piel y sentarse en el Trono de Hierro, forjado con las espadas de los rivales de los siete reinos de la saga de libros y la serie Juego de Tronos. Otros abrazan a Luffy, el protagonista de la serie animada One Piece, y a Goku, el de Dragon Ball. Sé quiénes son estos últimos porque mi sobrino de 9 años me ha contado de ellos. Reconozco a Alf y al ídolo de oro chachapoyano de la fertilidad de la primera película de Indiana Jones, pero nadie se hace fotografías con ellos. Son de otra época. Soy de otra época.
El ComicFest es una evento inspirado en el ComicCon, una convención anual que tradicionalmente se hace en San Diego (California, EE.UU.) y que por muchos años fue La Meca para los gomosos de los cómics, las películas de aventuras y superhéroes, los videojuegos y los juegos de rol como Calabozos y Dragones. Allí los muchachitos marginados, a los que les hacían matoneo en los colegios gringos por sus hobbies y por no ser atléticos, se podían reunir a compartir anécdotas y aficiones. Sin embargo, tras el boom cinematográfico que fueron las películas inspiradas en las historietas de las empresas Marvel y DC Comics, a comienzos de este milenio, el ComicCon se volvió un fenómeno global. Lo que comenzó en 1970 y con apenas 300 curiosos visitando el lugar, hoy es una franquicia que este año recaudó 160 millones de dólares y que tuvo réplicas en Brasil, Japón, Australia, Alemania y Sudáfrica.

Yo hubiese anhelado un ComicCon o un ComicFest en mi infancia. Yo, que me he repetido Cazadores del Arca Perdida más de mil veces y puedo recitar los diálogos de memoria. Yo, que tengo una colección de cómics desde antes de que me salieran pelos en los huevos. Yo, que tuve una colección de casi un centenar de láminas de los Garbage Pail Kids. Yo, que como ejercicio de mi maestría en artes hice una curaduría de novelas gráficas de Batman que se podía armar desde la línea argumental de Frank Miller, o la de Dennis O’Neil, o la de Neal Adams, o la de Geoff Johns. Yo, que tengo en mi memoria haber visto en cine Superman II y El Imperio Contraataca, y que guardo con celo la primera edición de The Maxx y la X-Men # 25 porque espero me saquen de pobre algún día.
Pero en ese entonces, los años 80 y 90 del siglo pasado, eran pocos los sitios donde se podían comprar historietas. Salvo Condorito y una que otra reedición de una editorial mexicana con baja calidad de impresión y formato pequeño, todas las demás implicaban viajar a otras ciudades, otros países.

Los superhéroes de DC fueron, por varias décadas, el nuevo panteón de dioses. Atrás quedaron los olímpicos griegos y romanos. También el santoral católico, que se consigue en láminas coleccionables como si se tratara de la baraja de Magic: The Gathering. A estos los reemplazaron Supermán, Batman y la Mujer Maravilla, la santísima trinidad de los dioses contemporáneos. Posteriormente vendrían Stan Lee y Marvel para darles a estos personajes un carácter terrenal; héroes tocados por Tique y que, a pesar de sus habilidades, padecen – como Prometeo, como Sísifo – castigos eternos.
“Amamos a nuestros superhéroes porque nunca se rinden. Podemos sacarlos de contexto, matarlos, prohibirlos y burlarnos de ellos, pero siempre regresan para recordarnos, con paciencia, sobre quiénes somos y lo que desearíamos ser”, dijo ese genio de las historietas que es Grant Morrison. Pero entonces otro genio, Alan Moore, publica Watchmen y nos muestra que hasta esos nuevos dioses se cansan de nosotros, los aburrimos, y prefieren irse a vivir a Marte, como el Dr. Manhattan.
Esos son mis mitos seminales, pero en el ComicFest no están presentes. Por ahí en afiches y figuritas, y en un puesto de la Alcaldía de Manizales que aprovechó este espacio para mostrar que la biblioteca municipal tiene cómics y novelas gráficas al servicio de la comunidad. Me alegró mucho el saber que hoy un niño puede ir y leer alguna aventura de Hulk o de Spiderman, cuando a nosotros nos ofrecían ediciones ilustradas de Heidi o Los Tres Mosqueteros. Pero solo éramos otro señor y yo en ese puesto. Los más jóvenes tienen otros mitos y otros dioses. La mayoría vienen de Japón o Corea del Sur. Y sus historietas carecen de colores y paneles explosivos como los de Jack Kirby o Jim Lee, o de la maestría de Alex Ross. Las de estos muchachos son monocromáticas y parecen fotonovelas.

Soy el ñoño tradicional. El de antaño. Reconozco que nunca he visto algo del Studio Ghibli y que la película Akira me aburrió hasta el sueño. No sé qué carajos es un squirtle, y cuando me hablan de Majin Boo digo, con total confianza, que es uno de los líderes de las disidencias de las Farc en el norte del Cauca y no un muñeco rosado que pelea contra los sayayines, a quienes tenía como una banda de extorsión y venta de drogas en el desaparecido Bronx de Bogotá.
En el ComicFest 2025 de Manizales la tendencia es asiática; mucho anime, mucho manga, mucho K-Pop, mucho videojuego. Allí, en medio de una otaku de peluca y lentes de contacto celestes y traje de mucama francesa que saluda en japonés, de flacos disfrazados de calaveras armadas hasta los dientes, de niños que se emocionan al ver la figura de un Frankenstein enano que cabalga una gallina (“chicken jockey”, me explica mi sobrino y es un personaje de Minecraft, que a duras penas sé que es un videojuego), de adolescentes con flequillo que se mete entre los ojos y que leen novelas gráficas de atrás hacia adelante como lo haría otro adolescente en el metro de Tokio; de zombis que se besan y niños que se emocionan al ver a Pikachú… allí, en medio de todo eso, me sentí rarito.