Estaba con quien fue mi esposo durante 12 años en la finca de mi familia materna. Estábamos compartiendo con tíos y tías, primos y primas y llegó uno de los temas que más les afanan a las familias: los hijos. Un tío materno nos preguntó: ¿ustedes no van a tener hijos? A lo que en conjunto contestamos: no señor. De forma inmediata nos resuelve lo que para él es un caos de la siguiente manera: “Irene, se ve que tomaron esa decisión borrachos, vuelvan a emborracharse y tomen la decisión correcta, que es tener hijos”.
No hice un análisis de la conversación. Podría afirmar que quizá me reí y con ello validé su falta de respeto. Lo que hoy sí puedo afirmar es que siquiera no me volví a emborrachar para hacerle caso. No tener hijos ha sido una de las decisiones más acertadas de mi vida, pues soy de las que piensa que un hijo resta libertades, tiempo, plata y genera angustia, estrés y enfermedades. No todo es malo, lo sé también. Se dice que es el amor más bonito y visceral, pero no extraño lo que nunca he tenido.
Como abogada de familia veo mujeres y hombres debatirse en torno a los problemas que se dan en el ejercicio de su maternidad y paternidad, con historias tan dolorosas que pienso a veces “de lo que me salvé” —hasta este momento, no sé si de otra forma viviré ese tipo de sufrimientos—. Como mujer he apoyado a mis amigas y familiares en momentos de incertidumbre y ansiedad generados por la vida y las decisiones de sus propios hijos o hijas. He sido una simple espectadora que se atreve a opinar públicamente sobre uno de los roles más difíciles que tiene la humanidad.
Admiro ese rol. Ser padre o madre no es tan sencillo como decidir si tomo agua o limonada. Cada decisión en la educación y formación de los hijos es un dilema. Si son permisivos es malo, pero si niegan constantemente, bloquean sus vidas. Si cuidan mucho crecen en burbujas y si liberan mucho están en peligro. Si les niegan realidades no serán aptos para una sociedad hostil, pero si se les habla sin tapujos irán en búsqueda de más información que les puede causar daño. Es un limbo que no permite equivocaciones.
A mí nunca me llegó ese instinto materno. Eso no existe para mí. Ese instinto es una construcción social que nos creímos las mujeres porque nos enseñan que ese es nuestro destino y debemos ser madres por la bilogía de nuestro género. Y es aquí cuando afirmo entonces que no fue el instinto materno el que me falló, se trató de una elección en el ejercicio consciente de mi libertad reproductiva.
Un hijo por supuesto, cambia la vida completamente. A mí me la cambiará otra cosa y no por ello estoy incompleta.