Ellos aprenderán por su cuenta, es lo que parecen pensar los amables ultraderechistas que gobiernan en Italia y cuyas mayorías en el Congreso están a punto de aprobar una ley que obliga a que los estudiantes solo reciban educación sexual si tienen un permiso escrito de sus padres. La intención inicial era prohibirla del todo dentro de la escolaridad básica y secundaria, desde los 11 años, pero no tenían los votos para esa regulación extrema, por lo que debieron transarse por el permiso: es que hasta algunos controladores profascistas son realistas. Es de aclarar que antes de los 11 años se supone que no exista ningún tipo de formación para la sexualidad en esas escuelas. Y ya después de los 14, parece que no les preocupa tanto a los legisladores, pues —creo yo— a esa edad no es necesario enseñarles porque ellos ya saben.
La formación para la sexualidad y para el placer erótico es una de esas esferas de la educación en las que se hace muy interesante la diferencia entre lo que “se enseña” y lo que las personas aprenden o saben. En particular porque muchas ocasiones lo que “se enseña” es básicamente información sobre el funcionamiento del aparato reproductivo y en particular los genitales. Es decir, se informa y algo se educa acerca de la reproducción (“cómo se tienen los hijos”) y no acerca de la sexualidad (la función erótica y el placer), y mucho menos sobre identidad preferencia de género y formas de satisfacerse y satisfacer a la otra persona. Igual sucede con la formación de actitudes hacia un goce más pleno de la sexualidad y hacia una convivencia en medio de la diferencia en los énfasis, orientaciones, identidades y fuentes de placer.
La educación para la sexualidad de las personas empieza desde la primera infancia, pero se convierte en central durante la adolescencia, cuando se presenta el descubrimiento, el despertar y la iniciación en la actividad erótico-sexual. La etapa en la que estamos más expuestos a los cambios y pulsiones del mismo cuerpo y a notar los cambios en los cuerpos de los demás; al igual que a recibir los mensajes contradictorios de las fuentes de educación no formal, como la familia, los medios de comunicación, los amigos y las “redes”, las conversaciones y las ocasiones.
En general, los padres de familia suponemos que a lo/as hijo/as les enseñan lo formal de la sexualidad en el colegio, y que en el resto de ambientes en que se desenvuelven aprenderán, desarrollarán o descubrirán lo informal de ella. La escuela y la casa informan, ilustran, dan pautas, y tal vez forman criterios para optar, para cuidarse y cultivarse, y para saber cómo actuar. Pero es la situación misma y el cuerpo —los cuerpos— los que van a determinar lo que se haga “a la hora de la verdad”. En el comportamiento sexual —como cuando se aprende a manejar un carro— las reacciones y consecuencias de las acciones son la mejor retroalimentación para ir sabiendo cómo actuar, cómo lograr satisfacción y cómo nos gustaría seguir actuando en el futuro.
Por lo general, la intención de los conservadurismos que buscan controlar la educación sexual y emocional es reducir las que consideran desviaciones y comportamientos indeseables, entre los cuales está la aceptación de las diversidades de identidad de género (“ideología de género” la llaman). Pero prohibiendo o reduciendo la educación sexual no se logra nada positivo, y ni siquiera se obtienen lo que ellos pretenden con tal restricción. Solo se alcanza a satisfacer el ánimo controlador de los adultos.
Por ejemplo, en los colegios no se puede “enseñar” a ser heterosexual ni homosexual, así como no se puede enseñar a abstenerse de masturbarse. Y el cómo de los erotismos se encuentra, se descubre y se imita de imágenes vistas o por conversaciones con las amistades, más que aprenderlo por las explicaciones que nos pueda dar un profesor. Se pueden enseñar los métodos o las técnicas para no quedar en embarazo, pero no se pueden controlar las razones para que una joven o una pareja decidan hacerlo. Se debe y se puede enseñar a reducir las posibilidades de contraer enfermedades de transmisión sexual, pero no se puede pretender asustar a los jóvenes con ese riesgo para que no participen en tales actividades: de hecho, eso sería educación para la salud y no para la sexualidad.
En todo caso, tener sesiones de educación para la sexualidad en los colegios (autorizadas o no por los padres) no terminará con la autoestimulación tan normal entre adolescentes y jóvenes; menos aún acabará con el interés, la curiosidad o el deseo; mucho menos con la fantasía. Tampoco garantizará que seamos o no homosexuales (o LGBTIQ+). Y digamos de una vez que con ello tampoco se acabará el trabajo sexual o la prostitución; es posible sí que se logre disminuir el número de quiénes la buscan o la contratan, en cuanto todas las personas tengamos mayores posibilidades de ejercer y disfrutar de una sexualidad sana, variada y considerada “normal”.
Negando o dificultando la existencia de escenarios de educación sexual dentro de la escolaridad formal tampoco se lograrán los ideales puritanos, conservadores, represivos o castrantes. Solo se alimentarán las dudas, los mitos y los equívocos tempranos, al igual que los temores y los riesgos en el ejercicio de la sexualidad y en la salud reproductiva. Dar clases de “sexualidad” con admoniciones morales o argumentos religiosos solo logra desarrollar o acentuar la culpa por sentir deseo o por ejercer alguna de las formas de satisfacción erótica. Así, uno podría concluir que de tener educación para la sexualidad en condiciones controladas o sesgadas es mejor no enseñar nada; los jóvenes lo aprenderán por su parte, con riesgos y posibles distorsiones pero con menos culpas y prejuicios. Pedirles a los padres de familia que autoricen qué contenidos de sexualidad humana les enseñan a sus hijos solo le agrega dificultades a la necesaria tarea, y los hará dudar; con el resultado probable que se reduzca la presencia de esa temática en la vida académica normal. Y cerremos diciendo que prohibir hablar abiertamente de un tema no significa que no se hable del mismo.