Así como no me arrodillo a pedirle a Santiago Apóstol que me proteja de los grandes peligros, así tampoco leo el horóscopo. Soy una persona racional: decido basado en lo que sé que quiero para mi vida y en lo más probable según la evidencia disponible. La tarea de decidir racionalmente es difícil. Requiere de maquinaciones constantes, cálculos, reflexiones acerca de lo que realmente quiero para mí, deliberación con otras personas, y demás procedimientos. Con todo y eso, últimamente me he visto tentado a leer el horóscopo y ver qué me depara la posición de las estrellas para la próxima semana. Qué tal que haya riquezas, qué tal que haya peligros, qué tal que pueda evitar la catástrofe si tan solo gasto unos minutos descifrando Lo Oculto.
Como persona racional que soy, he repasado los argumentos filosóficos y los estudios psicológicos sobre la superstición para ver qué hay detrás de mi bello impulso a caer en las manos del embuste elocuente. Ahorrando academicismos, diré que he concluido dos cosas. Primero, que no hay cantidad de promoción del rigor intelectual que prevenga la existencia de charlatanes que afirmen tener contacto privilegiado con Lo Oculto y de personas que le dan crédito a su testimonio. Segundo, que la sensación de incertidumbre acarrea la necesidad de buscar fuentes de las certezas que el pensamiento crítico no puede prometer. La lectura del horóscopo no sale bien librada de este ejercicio, pues la seguiré ignorando como irrelevante para tomar decisiones, pero la intensidad de mi aversión a la superstición sí se atenúa.
Mi hipótesis es que, si no sucumbo a la tentación de leer el horóscopo es quizás porque las cosas allá afuera no están tan fuera de control (todavía) y mis nociones para pronosticar el futuro todavía arrojan números verdes. Quienes hayan leído un horóscopo, los argumentos de la mariología o las reglas de la tabla pitagórica para pronosticar el resultado de la lotería, saben que la superstición no indica falta de cerebro o de esfuerzo. Y quienes hayan visto la credulidad de ciertos tecnofuturistas obsesionados con la inmortalidad, saben también que la racionalidad y la fe no se excluyen mutuamente. Hay ocultistas brillantes y cientificistas bobos.
Por distintas razones, últimamente la incertidumbre acerca de mi propio futuro ha comenzado a aumentar. No es nada especial, ni particularmente dramático; es lo mismo que lleva a mucha gente a dudar en 2025 de lo que daban por sentado en 2015; para cualquiera que pase por cambios rápidos en su vida, es lo mismo que justifica la reconsideración y la revaluación de estándares. Pero esos cambios me han llevado a apreciar más el papel que juega el azar en mi condena de la superstición. Eso no significa que considere preferible ni aceptable, ni mucho menos recomendable, tirar los dados o entregarse a los arcanos mayores para tomar decisiones, en lugar de averiguar y pensar. Tampoco significa que vaya a promover el estudio de la carta astral o la práctica de la oración devota como buenas herramientas para alcanzar el éxito o evitar la desgracia. Pero sí significa que tener mejores opciones es un resultado azaroso. Enfrentar el misterio de frente, sin certeza de nada en absoluto, es un truco que quizás nadie logre aprender antes de que le suceda lo impredecible.
