El ojo que ves no es
ojo porque tú lo veas;
es ojo porque te ve.
Antonio Machado
Hace unos días reconocí en la calle una mano, y el gesto de esa mano, y supe de inmediato a quién pertenecía. Sé que reconozco esas manos, pero me impactó la constatación. Una mano sola reposada sobre el manubrio de un carro vista a través de un parabrisas y en medio del tráfico.
El sujeto deseado se vuelve objeto y se diseca. Los ojos, las pestañas, la boca, la sonrisa, el diente torcido, la base del cráneo y la línea donde comienza el cuero cabelludo, el hoyuelo que se forma con una mueca particular, los brazos, el torso, el abdomen abultado, la pantorrilla, el pie plano. Y las manos. Y los gestos de las manos.
Las manos que cada uno usa de forma particular. Los ademanes suaves o fuertes, la mano abierta completa dedos y palma, la mano abierta pero compacta. El dedo índice que señala con fragilidad o firmeza. Las manos en reposo, expuestas, las manos que se esconden. Las manos que se usan con soltura y gracia, y las que estorban o sobran.
La mano que señala, la mano que enumera, la mano que ejemplifica, la mano que manotea, la mano que explica, la mano que abanica. La mano que acaricia, la mano que alcanza, la mano que llama, el inicio del contacto que son las manos.
Para el tacto la piel, pero primero las manos. La mano que agarra otra mano, la mano que aprieta, la mano que explora, la mano que juega, la mano que goza. La mano que amenaza, la mano que empuja, la mano que aparta, la mano que aleja, la mano que violenta. Esas manos que deseé y que temí durante tanto tiempo, que me las aprendí de memoria.
Unas manos que ya por fortuna no me tocan.