Son las 2:22 a. m. y ya es domingo. Estoy en la sala de mi casa, extrayéndome leche para el banco que voy consolidando en el congelador de mi nevera. Es la segunda vez en la noche que me levanto a hacerlo, porque no soporto la tensión ni el dolor en los senos, y la bebé consume menos de lo que mi cuerpo produce.
He pasado dos días en cama, llevo 48 horas con un dolor constante. La causa: un aumento en la producción de leche que golpeó mi cuerpo. Todo empezó con un enrojecimiento en el seno derecho y pronto se extendió al izquierdo. Después vinieron las punzadas, la inflamación y el dolor en las articulaciones. Me duelen los pies, las rodillas, las manos; he perdido fuerza en los brazos. Cargar a la bebé se convierte en un esfuerzo enorme. También siento dolor debajo de las axilas y en el pecho, tengo escalofríos y jaquecas. Me dijeron que se debía a los altos niveles de prolactina. Aterricé en una nueva temporada de congestión mamaria.
Me puse compresas calientes, tomé acetaminofén y ya me extraje cuatro onzas de leche. Paso a la otra teta. Sostengo el celular con la mano derecha y tecleo todo esto, letra por letra, con el pulgar. Con la izquierda mantengo firme el extractor: un tetero transparente con una manguera en un extremo y una campana en la parte superior. Selecciono la opción de extracción y masaje. Son tres golpes: dos de masaje, uno de succión.
(Qué cansancio. Quiero dormir. Quiero moverme sin sentir que me van a estallar los senos. Llevo casi un año sobreviviendo a este cuerpo. Quiero dejar de sentir dolor).
Las voces dicen que no se me nota que parí, y me preguntan para cuándo el segundo. También aseguran que ser madre me ha dado un brillo especial, que ha sido lo más importante de mi vida, que aunque maternar duele, el sufrimiento desaparece porque el amor es más grande. Lo repiten tanto que parece que solo tragan sin masticar. Dicen que la maternidad es una experiencia obnubilante, romántica, hechizante y azucarada.
Después de media hora termino de extraer la leche. Ahora tengo que hacerme masajes. Empiezo con delicadeza, pero el dolor se triplica. Palpo nudos en distintas zonas de los senos: nudos de leche atrapada en los conductos. Ya ni llorar me sale. Tampoco lloré durante el trabajo de parto ni en el nacimiento… Escucho que bebé se despierta.
Guardo la leche en una bolsa ziploc de lactancia, anoto la fecha, la hora y la cantidad y voy a la habitación. Levanto a bebé del colecho y se acomoda en mi pecho. La presión de su cuerpo aumenta el dolor, pero no quiero moverla. Es tan fragil y pequeña. Deseo guardar este momento porque sé que pronto todo esto será pasado.
Nos hago un lugarcito en la sala. Todo es oscuridad y silencio a nuestro alrededor. Ella huele a fresco, a dulce, a leche. Con una de sus manos se aferra a mi brasier, respira profundo y empieza a dormirse… hay tanta calidez.
Entonces pienso que el amor no es un hechizo, sino voluntad, conducta, acción. Amar a mi hija es esto: entregarle mi cuerpo, ofrecerle mi tiempo, sobrevivir al dolor y resistir el desafío diario.