Los premios y el prestigio

23 de noviembre de 2025

“En un mundo ideal las empresas privadas no premiarían periodistas y tampoco las entidades del Estado. Nos corresponde ser veedores del poder oficial y del poder económico”, dijo Yolanda Ruiz al recibir el premio Simón Bolívar "vida y obra de un periodista".
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Como vivo con un pie en el periodismo y otro en la literatura, esta semana acudí virtualmente a un espacio que se me ha convertido en una especie de ritual en los últimos años: la ceremonia de entrega del Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar, que en este 2025 llegó a sus 50 años.

Más allá del chisme de quién ganó en qué categoría, del Simón Bolívar me interesa lo mismo que del Nobel de Literatura, que anuncian a las 6:00 a. m., hora colombiana, del primer o segundo jueves de octubre, y cuya transmisión también suelo ver en directo por Internet: escucho con atención los conceptos de los jurados y los discursos de los ganadores, porque suelen ser reflexiones profundas sobre el estado de cosas del periodismo y la literatura, según el caso.

Ese es un primer parámetro para distinguir si un premio apunta a la excelencia: los jurados escriben conceptos que son leídos al público y se convierten en documentos que no sólo justifican el galardón concreto sino que alimentan la reflexión. Así mismo, los ganadores de las más altas distinciones, en su calidad de referentes, escriben discursos analíticos que sirven para para generar conversación y debate sobre lo que hay y lo que vendrá. 

El primer debate es, por supuesto, si se justifican o no los premios. En su libro Asombro Tomás González escribió con humor una pieza magnífica, como casi todo lo de él, titulada “Propuesta de artículo sobre la abolición de los premios literarios y las rifas”. Allí postula “Hay que abolir los premios literarios. No sirven para nada. Muchas novelas que han ganado numerosos premios tienen tan poca calidad o tanta calidad, según sea el caso, como muchas otras que no han ganado ninguno”. Agrega que “los escritores y los lectores le estamos dando todo el poder a los jurados” y “una vez eliminado el Premio Nobel de Literatura, eliminar los otros es fácil”. El artículo avanza once párrafos en esa línea, explicando por qué todos los premios sobran, y cuando uno ya está convencido de ese lastre González escribe: “A pesar de lo que acabo de decir y del desagrado que me producen, yo quisiera ganarme los premios, todos, desde el Nobel hasta los que son adelantos de la plata de uno y solo un miserable truco publicitario, ganarme los premios de caserío, los premios veredales, los de parroquia, los municipales, los departamentales, los nacionales, los continentales y los mundiales, y también ganarme todos los premios que lleven nombre de escritor, así me parezcan escritores apenas pasables”. 

En Colombia el premio de periodismo que muchos quisiéramos ganar es el Simón Bolívar, que en el discurso de los jurados suele incluir llamados de atención y críticas para los periodistas. Este miércoles el turno le tocó al reconocido cronista José Navia, presidente de un jurado de siete miembros que incluyó ellos, ellas y elle: “por cuenta del algoritmo desapareció la pirámide invertida. Las cinco W que la conformaban garantizaban información clara, precisa, concisa y directa. Lo llamábamos respeto por el lector. La fórmula impuesta por el algoritmo, en cambio, esconde la noticia, la camufla entre datos secundarios y redundantes para aumentar, mediante este truco, esa métrica de los nuevos medios llamada tiempo de permanencia. En otros casos, especialmente cuando se trata de crímenes u otros asuntos de trascendencia, la estrategia del reino digital es fragmentar la información, dramatizarla y entregarla a cuentagotas, en interminables capítulos, como una telenovela, o una de las series tan de moda en las plataformas virtuales. Y es lógico, porque el objetivo del algoritmo, en últimas, no es informar. Es monetizar. Un verbo que contamina el derecho a la información”, dijo Navia con esa claridad que lo caracteriza.

Yolanda Ruiz, presentadora de noticieros de televisión y radio, maestra de ética en la Fundación Gabo, columnista de El País y El Espectador, y quien supo reinventarse luego de la jubilación en espacios de pódcast que conectan con nuevas audiencias, como “Contexto y opinión” y “Menopáusicas y qué”, recibió el premio “Vida y obra de un periodista”.  Si aún no conocen su discurso valdría la pena abandonar ya mismo este texto para ir leer el que ella pulió hasta la madrugada anterior al premio, que está disponible en la web del Simón Bolívar o que pueden ver en su canal de Youtube.

Con nervios, voz quebrada y alegría, Yolanda Ruiz contó sobre las discriminaciones que ha sufrido por ser mujer y por ser menopáusica, los salarios inferiores frente a sus compañeros hombres, y habló también de los acosos, las presiones y las críticas por no lograr un mejor rating. Se refirió a “la resistencia frente a jefes que confundieron el periodismo con la comunicación corporativa o ante los anunciantes a quienes no gustaba una nota y amenazaban con la pauta”. 

Luego agregó con dignidad: “en un mundo ideal las empresas privadas no premiarían periodistas y tampoco las entidades del Estado. Nos corresponde ser veedores del poder oficial y del poder económico”. Pero aclaró que recibe el premio porque sabe que no afecta su independencia y porque el Simón Bolívar “se ha ganado el prestigio y el respeto de nuestro gremio”.

Hay premios que no gozan de prestigio ni respeto, como bien lo mostró Simón Mesa en su celebrada película “Un poeta”, que retrata a un escritor frustrado. Al protagonista Oscar Restrepo, que es un compendio de fracasos, el director le delinea el límite minúsculo que podía alcanzar, adjudicándole en su juventud un premio literario en un pueblo en Antioquia. Hay premios que pueden leerse como diplomas de consolación. 

Entre las profesiones liberales dudo que haya alguna con más premios que el periodismo. Hay farmacéuticas que dan premios de periodismo de salud, multinacionales de megaminería que premian el periodismo sobre medio ambiente, gremios que reconocen trabajos de periodismo económico, y un largo etcétera de financiadores con intereses económicos y políticos en las temáticas que premian, que se aprovechan de la alta precarización laboral que hay en el periodismo para entregar cheques que en muchas ocasiones son burdos manoseos de relaciones públicas.

Pero como bien dijo Yolanda Ruiz, algunos premios se ganan el prestigio y el respeto del gremio, y creo que los 50 años del Simón Bolívar dan lecciones útiles al respecto. En primer lugar, bases definidas con rigor académico para cada categoría, en las que es claro qué estándar de calidad se busca premiar. En segundo lugar, jurados bien remunerados que actúan con absoluta independencia, sin intromisiones del financiador; que revisan el 100% de los trabajos, sin filtros ni selecciones previas; cuyos nombres se anuncian antes de que empiecen los procesos de inscripción de los trabajos y cuya cantidad garantiza que en caso de presentarse un conflicto de interés este pueda declararse y la persona se abstenga de evaluar el trabajo objeto del conflicto. El prestigio de un premio empieza por el prestigio de los jurados y por garantizar que no haya relación de cercanía o amistad entre evaluadores y evaluados. En esa misma línea, algunos premios literarios regionales reconocidos buscan escritores nacionales para que actúen como jurados. Así, el prestigio del jurado jalona la inscripción de autores de renombre.

En el Simón Bolívar la alta rotación de jurados, así como la actualización anual de las bases, garantiza que el premio evolucione. Quienes ganan hoy no se parecen a quienes ganaban hace 50 años. Al comienzo el “Vida y obra” fue para presidentes de la República y directores de medios. Luego empezó a recaer en reporteros y editores. Hace algunos años ganó el caricaturista Héctor Osuna y el año pasado reconoció al fotoperiodista Jesús Abad Colorado. 

Esta apertura coincide además con una conciencia clara por cerrar la brecha de género y reconocer el trabajo de las mujeres, tan largamente invisibilizado. En lo corrido de esta década el premio Simón Bolívar «vida y obra de un periodista» ha alternado cada año para un hombre y una mujer, tal y como viene ocurriendo desde 2018 con el Nobel de Literatura. Además, en ambos premios se nota un interés por alejarse de bucólicos abrazos al rancio pasado y, al contrario, darle cabida a las innovaciones en lenguaje y, en el caso del periodismo, en las nuevas tecnologías. Esto se evidencia en la coreana Han Kang, que recibió el Nobel de Literatura a los 53 años, y en los rostros jovencísimos de tantos periodistas que subieron esta semana a recibir su Simón Bolívar, no solo en las categorías universitarias, sino también en las profesionales.

Eso, quizás, es lo que más me gusta de los premios de periodismo: ratificar que así como abundan los malos ejemplos y las pésimas prácticas, también hay mucha gente que hace muy buen periodismo y que las nuevas generaciones dan esperanza.

En contraste, el monto del premio no garantiza su prestigio. Si bien el Nobel y el Simón Bolívar entregan sumas muy generosas (incomparables la una de la otra), hay otros premios reconocidos que no incluyen dinero, o dan apenas una cifra simbólica. En el cine, ni los Oscar ni los Globos de Oro incluyen dinero, como tampoco lo hacen los Premios Grammy a la música, ni los Emmy, de TV. En Colombia, el premio del Círculo de Periodistas de Bogotá no incluye reconocimiento económico, y tampoco hay dinero en los premios Macondo, que en los últimos años han ganado prestigio dentro del cine nacional.

El ejemplo que más me gusta es el Goncourt, el premio literario más reconocido en Francia: entrega un cheque simbólico de 10 euros y la tradición consiste en que apenas el jurado anuncia el premio, desde el restaurante Drouant de París, el ganador acude a ese lugar para almorzar con el jurado y eventualmente con ganadores de años anteriores. En eso consiste un premio de prestigio: en sentir ganas, orgullo y placer por sentarse a conversar con gente admirada, que reconoce al ganador como un interlocutor de su mismo nivel.

Quizás por eso uno de los premios que más felicidad personal me ha dado fue uno que no gané: en 2018 mi novela El oído miope quedó entre las 11 obras nominadas al Premio Biblioteca de Narrativa Breve de Eafit. Ni siquiera quedó entre las tres finalistas, pero fui feliz, porque en el jurado estaba Leonardo Padura. Saber que el autor de El hombre que amaba los perros leyó mi libro me iluminó esos días. Quizás algún jueves de octubre en Estocolmo lo mencionen a él.

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