La lectura tiene relación con el mandato o la desobediencia. Forma conciencias o las revoluciona.
En la etimología de la palabra leer se encuentra el verbo latino religare, que significa ligar, unir. La lectura es vinculante, teje puentes con la extrañeza del mundo y la de nosotros mismos. La lectura apunta a zonas oscuras de nuestra subjetividad, nos desorienta, y cuando irrumpe en el cuarto inhabilitado de lo que desconocemos, mueve objetos tapados con las sábanas del conformismo.
En este sentido los libros han creado lectores extraordinarios y, ante todo, desobedientes: don Quijote y Madame Bovary solo por citar algunos ejemplos. Uno perdió la razón, buscando el mundo que no podía encontrar en sus últimos años. Y Emma, soñaba ser otra: más intensa y romántica.
¿En qué momento la lectura se convirtió en una nueva forma de conformismo?
Desde la creación de los géneros el lector se ha radicalizado. Se ha llenado de prejuicios y ha comenzado un proceso de enajenación. Tal vez por comodidad los lectores empezaron a obedecer a sus gustos, y sin darse cuenta se dedicaron a repetir ideas, tonos, musicalidades, ritmos, número de páginas, géneros, autores.
La contemporaneidad trajo consigo una diversidad de géneros y formas; sin embargo, nunca fuimos menos libres parafraseando a Jean Paul Sartre. En la premisa moderna de buscarnos a nosotros mismos se esconde un mandato y una servidumbre a la ley de la emancipación individual como meta de todo individuo.
Aquí podría resonar Etienne de La Boétie, cuando advertía en ese bello ensayo que es La Servidumbre Voluntaria que “no hay necesidad de luchar para ser libres: basta con querer serlo”.
En el marco de un espacio infranqueable llamado mercado, los lectores están atrapados en un campo de lecturas que los confirman y los anulan.
En esta estrechez el lector pierde una función vital: la capacidad de alterarse. Las lecturas modernas, siempre y cuando caigan en la repetición y la confirmación, terminan por recaer en la creencia y, de a poco, el lector se convence de que sus lecturas afirman su singularidad, cuando por el contrario desembocan en el quietismo. El lector no puede moverse por la gravedad de las ideas que lo adulan o lo conforman. En consecuencia, este pierde otra virtud: el desvío. Leer es extraviarse, es flotar sobre los mundos y ser otro, no uno mismo, no una versión confirmada de lo que queremos leer, y ser.
Ahora bien, ¿cómo salir de la gravedad? Desobedecer.
La lectura es transgresión (incluso en el mayor de los conformismos, paradójicamente), es ser don Quijote y Madame Bovary. Y no es enfermarse, por el contrario es confrontar la obediencia. Porque la lectura es una forma de libertad y produce en el lector el distanciamiento, la evasión y la fuga.
Y no se trata solamente de transgredir la consigna del mercado (pues siempre nos excede), se trata aquí de transgredirse a sí mismo, de violentar nuestro deseo de lo que estamos acostumbrados a leer. Puesto que consentir a la pulsión interior en la que el lector obedece a los mandatos de su difusa búsqueda hace infructuosas sus lecturas. O al menos las limitan. Bloquean la alteridad.
Sin embargo, leer tiene un revulsivo respecto a la obediencia, porque en su ADN habita la inquietud que nos hace cuestionarnos y, por lo tanto, avanzar en contravía a las convicciones que esas mismas lecturas han producido o podrán producir.
Creo que Frédéric Gros, filósofo francés, en su libro Desobedecer dice lo siguiente: “no es simplemente decir no; es reapropiarse del juicio, volver a pensar por uno mismo cuando todo nos empuja a no hacerlo.” En otras palabras, la lectura no puede ser el vehículo que afiance al carcelero conformista que tiene encerrado al genio movedizo de toda lectura: debe ser, más bien, una abolicionista en el que el pensamiento se libere de las ficciones que lo domestican y así recuperar el derecho —y el riesgo— de pensar por sí mismo.