Imagínese estar celebrando el triunfo de su equipo y, de repente, unos energúmenos —porque eso son: energúmenos— lo agarren a golpes. Y para evitar ser molido a puños y patadas deba saltar de la tribuna alta del estadio a las gradas inferiores. Caer de una segundo piso para partirse las piernas, la espalda o la cabeza, porque capaz en eso da una voltereta y cae como clavadista. Terrible. Pero eso sucedió durante la final del torneo apertura del fútbol colombiano entre el Deportivo Independiente Medellín y el Independiente Santa Fe. Un hincha del equipo bogotano se lanzó desde la segunda planta a las gradas inferiores del estadio Atanasio Girardot para escapar de unos barristas malos perdedores.
Advierto, eso sí, que no todos los hinchas del fútbol somos así. Hay diferentes tipos de hinchas. Están esos barristas que hacen parte de un parche, se tatúan el escudo del club o el rostro de alguna figura, saltan y cantan todo el partido, sacan tifos y se hacen matar por un trapo. Son los que llevan la fiesta al estadio, pero también la dañan en un abrir y cerrar de ojos con actos de vandalismo, invasión del terreno o, peor aún, matar a alguien. Son, en este caso, los “energúmenos”. No todos, pero sí son los que le dan mala fama a este asunto de alentar a un club. Además tienen ese comportamiento colectivo de masa que no piensa, solo siente.
También están esos hinchas que son enfermos por su equipo. Los que tienen camisetas, llaveros, gorras y organizan su agenda semanal según los encuentros del club. Usted los puede identificar: son ese oficinista que tiene una manilla y un pocillo con los colores del Once Caldas; el taxista que tiene una bandera del América de Cali colgando del retrovisor; el contratista que tiene en su computador un sticker con el escudo del Atlético Bucaramanga.
Son los que se abonan para ver al equipo de local, pero ni en chiste se van a otra ciudad para alentar, porque al otro día hay que madrugar a camellar. Sin embargo, son tan de malas que, llegando a casa después de ver un juego en el bar o la tienda de la esquina, terminan apuñalados por barristas del equipo rival, solo por llevar la camiseta de Millonarios.
Y estamos los hinchas “cagones”; los que vamos al estadio cuando podemos. Alguna vez fuimos “enfermos” o coqueteamos con las barras, pero decidimos bajarle tres puntos al nivel de fiebre porque no nos haríamos matar por un trapo. Somos los cobardes y los oportunistas del fútbol. Nos montamos en el tren de la victoria cuando el equipo va bien y nos bajamos cuando llegan la sequía de goles y las derrotas. Además, somos fatalistas; miramos atentamente la tabla del descenso para ver dónde se ubica el conjunto y nos resignamos cuando las cosas no van bien. Somos los que vamos a los partidos de la Selección Colombia y gritamos “¡sí se puede, sí se puede!”.
Somos tipos aburridos que no nos vamos a tatuar el escudo del Boyacá Chicó. Mucho menos el de Patriotas, Alianza o Llaneros; equipos intrascendentes y sin historia, pero que siempre están ahí para estorbar en el momento menos oportuno. Que se ganan los tres puntos tras un partido aburrido y con un gol de esos raros… con un rebote que le pica mal al arquero y se le va entre las piernas. O un autogol.
Pero si nosotros somos malos hinchas, hay otros que son peores y son los esnobistas del fútbol. Este es el peor nivel y aquí entran esos sabios contemporáneos del balompié que pululan en plataformas como Twitch. O hacen podcasts y videos en YouTube donde pontifican sobre estrategias y estadísticas. Su sueño es llegar a algún panel de comentaristas de ESPN o Win para compartir opiniones con Faustino Asprilla o Farid Mondragón.
Son una mezcla de lo peor de todos los hinchas anteriormente mencionados. Tienen alma de barrista y gritan como tal. Son enfermos por recopilar datos y cifras de jugadores y equipos. Recitan como loros las mismas historias y si no has leído a Galeano, Villoro, Sacheri o al Negro Fontanarrosa, sos un ignorante. Sí, “sos”, porque imitan a los comentaristas argentinos. Y se creen Camus porque todo lo que saben se lo deben al fútbol.
Estos esnobistas futboleros, si bien hinchan por el equipo de su tierra, se les llena la boca diciendo que siempre han sido del Sheffield inglés, por ser el club más antiguo del mundo. Además tienen camisetas del Greenock Morton, de la segunda división escocesa, o del Gangwon FC, de la K League, porque alguna vez se deslumbraron con una jugada que hizo el delantero coreano Kim Dae-won. Coleccionan El Gráfico, dicen “fúlbo champán”, te recitan la nómina del Olimpia del Paraguay de 1960 y añoran la vida bohemia del Charro Moreno. Al fondo, decorando el set de sus transmisiones en vivo, tienen algún muñequito de Messi o CR7 y una foto enmarcada comiendo pargo encocado en El Rincón del Viejo Willy; obvio, acompañado de Willington Ortiz.
Curiosamente, varios de estos pedantes del fútbol son calvos. Skinheads del balompié. Mierda. Desde que estoy escribiendo en este espacio se me está cayendo el pelo. La acumulación de datos me quema los folículos capilares. Ya voy para Borislav Mihailov, arquero de la selección de Bulgaria que jugó la Copa Mundo de 1994 y que usaba peluquín. Mierda. Me estoy convirtiendo en un Alejandro Pino, en Nicolás Samper, en Andrés Marocco, en Carlos Antonio Vélez, en un Jorge Bermúdez. Mierda. Me limpio el sudor con mi remera del Tacuarembó de Uruguay. “Remera”… ¿Sho, esnobista del fúlbo?