En el mundo de las artes es común (trillada más bien) la discusión sobre si se puede separar al artista de su obra: si es posible admirar los cuadros de Caravaggio, aunque haya sido el asesino de Ranuccio; o si se puede disfrutar la capacidad narrativa de Ernest Hemingway, aunque haya sido un macho alfa, misógino y cazador de leones en safaris en África.
Pienso que sí. Que si Woody Allen fue acusado por su exesposa de abusar de su hijastra eso no le quita ni un ápice a la brillantez de sus películas, algunas de las cuales me parecen obras maestras. Entiendo las razones políticas de quienes lo cancelan, a él y a otros, pero creo que al artista no le hace ni cosquillas que yo me abstenga de verlo o leerlo, y en cambio a mí sí me hace mucho bien acercarme a su obra. Acercarme para aplaudir o para cuestionar(me). Acercarme para aprender.
La discusión sobre si se puede separar al artista de su obra no aplica en el campo político. El político es, en esencia, su obra. Una gestión honesta es la hoja de vida de un político honesto, y en principio debería ser vergonzoso decir de alguno que “es muy simpático, aunque un poquito ladrón”, o que “es un gran líder, aunque haya tolerado delitos”.
Sin embargo, casos se ven: políticos condenados que recobran la libertad y salen escoltados en caravanas multitudinarias con pitos y bombas de sus seguidores, que operan como fanaticada o barra brava futbolera, como si los fallos judiciales que los declaran delincuentes fueran una mera opinión. Me refiero, por ejemplo, a la multitudinaria caravana que en 2023 recibió a Bernardo el “Ñoño” Elías en Sahagún, cuando recobró su libertad condicional.
Digo entonces que no me parece válido separar al político de su obra aunque, como en el caso de los artistas, haya quien piense lo contrario. Lo que me resulta más interesante es ver cómo se confunde al político con su ideología o su ideario o su partido: tomar la parte por el todo y juzgar deleznable una plataforma política por el comportamiento errático de un político en particular. Me refiero, por ejemplo, al caso de Gustavo Petro.
A estas alturas a Petro le caben tantos calificativos, que podemos concentrarnos en los de una sola letra del alfabeto: pésimo, paquete, pendenciero, peleador, patriarcal, pretencioso, problemático, pomposo, polarizador, procrastinador, pedante, prosopopéyico, pseudointelectual, protagónico, panfletario, posudo, pérfido, pesado, paquidérmico, ponzoñoso, perezoso, pusilánime, populista, paranoico, precipitado, presumido, puñetero, pequeño, pantanoso, penoso, pichurrio, poquito, precario, pipiripao, paupérrimo, pesadilla ¡plop!
Petro concentra el poder presidencial que tanto esfuerzo (y tantos muertos) le costó a la izquierda, y el balance en numerosos sectores es que ésta fue una oportunidad desperdiciada por un presidente que no habla con sus ministros, que caza peleas al desayuno, al almuerzo y en la cena, que cree que gobernar es trinar y que tras tres años de mandato actúa como si aún fuera un senador de oposición. Se le acaba el tiempo para gobernar y parece que aún no lo han despertado.
Pienso todo eso sobre Petro pero (acá viene el pero), eso no significa que vaya a votar por la derecha en 2026. Eso jamás. Y tampoco significa que el ideario político con el que Petro ganó en 2022 se invalide por su pésima capacidad para gobernar. Para mí sigue siendo urgente la necesidad de emprender reformas sociales que cierren la brecha enorme que hay entre pobres y ricos; que se facilite el acceso de los campesinos y los desplazados a tierras fértiles; que la agenda ambiental sea protagónica en la deliberación pública; que las fuerzas armadas tengan una orden inequívoca de no violar derechos humanos; que las reformas tributarias no estén llenas de exenciones para los grandes capitales; que a la cultura se le dé un rol relevante en la transformación social; que no se estigmatice a los sindicatos, y que se busquen reformas pensionales y laborales que ayuden a mejorar las condiciones de vida de los trabajadores.
Se va acercando la campaña electoral y escucho a los muchocientos precandidatos y aspirantes despotricar sobre Petro para, a renglón seguido, despotricar sobre la izquierda. Así como se puede separar al artista de su obra, es necesario también distinguir entre el político y su ideario. Creo en el voto-castigo (y lo he ejercido), pero los que no se han dado cuenta de que el país cambió y sueñan con el regreso de la “seguridad democrática” a partir de sumas alegres con el desprestigio de Petro se pueden estrellar muy duro en las próximas elecciones. ¡chafle!