La libertad de culto o libertad religiosa es un valor de las sociedades civiles contemporáneas, pero puede ser utilizada para esconder abusos y discriminaciones inaceptables. En medio de la promoción de tales derechos y potencialidades humanas se presentan dilemas y conflictos interesantes en lo político y en lo ético, frente a lo que aceptamos, como ciudadanos liberales, modernos o postmodernos. Situaciones muy fáciles de identificar pueden mostrar conflicto entre derechos, como el papel limitado que se le asigna a mujer dentro de algunas comunidades religiosas, la no aceptación de transfusiones de sangre, transplantes de órganos o intervenciones médicas menores como la vacunación, a las que se oponen en ocasiones los practicantes de algunas fes. O simplemente el conservadurismo que en lo social y político promueven —e imponen— los líderes de las religiones.
La libertad religiosa y de conciencia no pueden ser entendidas como la patente para que los demás tengamos que quedarnos callados e inactivos, o para que la sociedad o el Estado no puedan quejarse o intervenir cuando se violan otros derechos de las personas, como los derechos a la vida, a la salud, a la no-discriminación, a elegir, o al libre desarrollo de la personalidad.
El respeto a la libertad de conciencia y a la libertad de culto se debe ejercer dentro de un mínimo de conciliación con otros derechos, y no confundir el respetarlos con dejar “que hagan lo que mejor les parezca”. Se trata de que la libertad religiosa no prevalezca sobre otras condiciones de la dignidad social y personal, en particular en los ámbitos públicos en los cuales es mayor su implicación social y su efecto demostrativo. En situaciones privadas puede haber alguna tolerancia, pero esta termina en cuanto se inicia la violación de otros derechos.
Es claro que existen ámbitos culturales que hacen muy variable la forma cómo las religiones impactan la conducta de los sujetos. No es lo mismo Colombia que Suecia o Estados Unidos (antes y después del trumpismo), en cuanto por ejemplo la aceptación de las diversidades sexuales y el rol de las mujeres como sacerdotisas. En nuestro país apenas se empiezan a hacer visibles incidentes relacionados con la colisión de derechos que mencionamos, tal vez porque la mayoría —católica y jerarquizada— hacía suponer que lo mayoritario era lo único existente.
Pero si promovemos una convivencia dentro de la diferencia y le damos prioridad al respeto a la igualdad y la no-discriminación, nos tienen que inquietar si las vecinas de nuestros barrios que siempre salen con sus faldas largas, o algunas jóvenes que en San Andrés hacen deporte con la cabeza cubierta y un gran traje negro, lo hacen por imposición de sus comunidades de fe o es parte de su convicción. Igualmente, es importante preguntarse si ese rol de silentes espectadoras dependientes de la decisión de su cónyuge o padre, propio de otras mujeres de ciertas religiones, lo asumen de manera consciente. ¿Y los muchachos gay sometidos a “terapias de conversión” por sus muy creyentes y respetados padres y predicadores? Sin excluir el papel de atentas y sumisas servidoras de los sacerdotes a que se resume la vida de algunas religiosas católicas. ¿Les gusta, lo aceptan, lo comparten, quisieran que fuera diferente?: la perspectiva del individuo es clave en la aceptación de la convivencia incómoda que podamos tener con ciertas prácticas religiosas.
La reacción ante estas actitudes y conductas no puede ser que los no-practicantes, los no-creyentes; los descreídos, los agnósticos y los francamente ateos, no tenemos nada qué opinar sobre ello. Sería como suponer que en situaciones de agresión o violencia doméstica, o en casos como el señor que golpeó a una señora en la sala de espera de un aeropuerto, “no hay que meterse” porque es “problema de ellos” y no de los demás presentes. Reclamar nuestra libertad y aceptar la de otros no puede conducir al extremo del “dejar hacer, dejar pasar”.