El fallo contra el presidente Álvaro Uribe, por un proceso que arrastraba desde hace más de una década, maduró justo en el momento menos apropiado, condenando no solo al que ha sido el fenómeno político del siglo XXI en Colombia, sino por ahí derecho a todos los colombianos, incluso a los que no han nacido.
Como si el caldo de polarización en el que se ahoga Colombia no fuera lo suficientemente espeso, una justicia cojeante, pero que esta vez parece sí llegar, trajo otro ingrediente a esta nociva receta de la que nos alimentamos todos los días.
No se trata de culpar a la justicia por hacer su trabajo, así como tampoco de analizar y sobreanalizar las decisiones de la jueza, la naturaleza del fallo o los años a los que se condenó al expresidente, sino de aceptar —con resignación porque no hay mucho más para hacer— que los impactos de esta decisión nos terminan afectando a todos.
Aunque cada cuatro años los medios y analistas repiten la misma expresión, la de “elección histórica y trascendental”, lo cierto es que la cita en las urnas de 2026 es de gran importancia. Por eso no deja de ser paradójico que justo cuando los grupos armados ilegales ganan espacio en los territorios, cuando el mal manejo de las finanzas públicas nos tiene viviendo al debe, cuando el sistema de salud se sigue hundiendo, cuando el panorama mundial se torna más incierto, más autoritario y más belicista, cuando el fantasma de un apagón energético vuelve a aparecer, y cuando pudiéramos escribir páginas enteras nombrando la larga lista de problemáticas que nos afectan, y como si no hubiera nada más que discutir, ahora el tema recurrente de la campaña a la Presidencia será sobre el futuro de un solo hombre, porque las elecciones se “judicializaron”.
Es que Uribe y su gente, que ya se le atravesaron en 2016 a uno de los proyectos-nación más importantes que ha tenido Colombia en las últimas décadas, no van a escatimar en gastos con tal de autolibrarse y librar a su caudillo, aunque eso implique hundir al que sea, incluso al país mismo. Y serán hábiles, muy hábiles en esto, pues les abren micrófonos en todos lados y tienen experiencia en mover la opinión pública con base en fake news, en descalificaciones, en verdades a medias y en victimización, tal y como lo confesaron los mismos militantes del Centro Democrático en el oscuro octubre de hace nueve años.
Pensar que sin la condena a Uribe las elecciones de 2026 serían el olimpo de las discusiones edificantes, de los debates argumentados y de un electorado movido únicamente bajo el voto de opinión, es ingenuo, pero en medio del bullicio propio de nuestros tiempos, lo que pase o no con el exmandatario es como encender un parlante a todo volumen en una caja de resonancia en la que ya suenan otros parlantes. Un aliciente más para ver el árbol y no el bosque.
Porque aquí como el cuento, ni el burro ni el que lo arrea. La condena a Uribe ha sido insumo fresco para los discursos y posteos en redes de Gustavo Petro. El errático inquilino de la Casa de Nariño no ha entendido que en su condición, la de presidente de la república, a veces la mejor forma de respetar y cuidar las decisiones de las instituciones es guardando silencio. Para Petro, el hecho de que su némesis pueda pasar 12 años en prisión domiciliaria parece ser poesía, una lírica afín a los delirios propios de personajes de “Cien Años de Soledad”. Un tema más para sus largas retahílas digitales y televisadas, como si los colombianos no tuvieran más necesidades.
Y es que precisamente apelando a lo real, pero no tan maravilloso, otra vez estamos condenados, como lo dice Mauricio García Villegas en su libro “El país de las emociones tristes” a los amargos sentimientos, a los pocos afectos entre los hombres que dirigen nuestra nación, a la pequeñez de mentes enceguecidas por el ego, por el mesianismo, a patinar en el barro de las desgracias que no nos deja pensar en el largo plazo, a anclarnos a fanatismos y a olvidar, una y otra vez, que Colombia se merece otra oportunidad en la historia.