“Eso que llaman amor es trabajo no remunerado”, Silvia Federici.
El feminismo nunca ha sido sobre la posibilidad de elegir. Por ejemplo: nunca ha sido para que las mujeres decidamos, o no, ir a trabajar. O para que decidamos, o no, quedarnos en la casa criando a los hijos.
Esto lo digo porque últimamente me he visto incluida en conversaciones sobre la agencia femenina, es decir, sobre la capacidad, la autonomía, la posibilidad de ser responsables de nuestras decisiones y de que no nos traten como infantes a las mujeres, “a ver, niña”. Noto también que la idea de que mi agencia me permite hacer cualquier cosa sin que me juzguen, es algo que circula libre por ahí.
El feminismo no es sobre eso, aunque tener libertad y autonomía sea deseable y esté bien. El feminismo es sobre algo más que la posibilidad individual de autorrealizarse, posibilidad que además está vinculada a la capacidad financiera y al sistema en el que nos encontremos. El feminismo es una lucha por la liberación colectiva, y esa lucha no termina con la libertad de una persona.
Esto que estoy diciendo no es un invento mío. Es una vieja discusión dentro del movimiento feminista que tuvo un momento álgido en 2005 cuando la abogada estadounidense Linda Hirshman, publicó Homeward Bound (De regreso a casa), un texto en el que da cuenta de que a pesar de que las mujeres son mayoría dentro de las universidades, siguen sin ser mayoría en los cargos de poder de las empresas. ¿Por qué? Porque a pesar de abrir las puertas de la educación y del ámbito público a las mujeres, dentro de los hogares se siguen replicando los roles de género que indican que somos nosotras las que debemos estar al frente de la crianza, el cuidado y el mantenimiento de un hogar. Dice ella que “el verdadero techo de cristal está en la casa”.
¿Está mal quedarse en la casa mientras el marido trabaja? No se trata de moral, ni de ética, sino de las condiciones en medio de las cuales vivimos. Es una pista, grande como un edificio, de que no hemos logrado ni igualdad, ni justicia. Pero no la igualdad de que las mujeres podamos trabajar, las mujeres siempre hemos trabajado, tener empleo remunerado es otra cosa. La igualdad de que los hombres se hagan cargo, como nosotras, de la labor del cuidado y de la carga mental de llevar una casa, y por tanto, trabajen lo mismo que nosotras.
Solemos pensar, hombres y mujeres, que el trabajo que vale la pena es el que se paga con dinero, y en esa línea de pensamiento desestimamos el trabajo que realizan las mujeres en los hogares, trabajo que hace posible que otros puedan salir a conseguir dinero. Todavía recuerdo la cara de asombro de mi papá el día que le expliqué, en detalle, que mi mamá trabajaba más que él. La fuerza de la evidencia lo convenció: mi mamá se levantaba antes que él y se acostaba después, todo para mantener un hogar como a ambos les gustaba, pero dudo mucho que haya valorado el trabajo de mi madre de la misma manera que valoraba el suyo.
¿En Manizales cómo está el asunto? Dice Camilo Vallejo en su columna Niñas muertas, madres solas que «según el DANE, cuando se les pregunta a las mujeres de Manizales a qué actividad dedican la mayor parte del tiempo, el 40 % responde que a oficios del hogar. Solo el 4 % de los hombres contesta de esta manera».
Voy a atar aquí otra idea. Tenemos una concepción equivocada de que la igualdad es que nosotras logremos lo mismo que los hombres y no al contrario. Como lo evidenció Simone de Beauvoir tenemos muy arraigada la idea de que los hombres son el estándar y nosotras “lo otro”. Por eso es que su libro sobre esta materia se llama El segundo sexo. El primero, el original, el patrón, es el masculino. En la búsqueda de la igualdad y la justicia pensamos que tenemos que ser como ellos, trabajar como ellos, pensar como ellos, vivir como ellos.
“Una mujer puede ser tan buena periodista como un hombre”, “las mujeres pueden ser tan buenas futbolistas como los hombres”, “ella es tan buena conductora como un hombre”, “tiene un humor buenísimo, muy masculino”, son frases que repetimos sin pensar, en las que se nota lo convencidas (y sobre todo convencidos) que estamos de que nosotras somos inferiores, como si no hubiera suficientes ejemplos de malos periodistas, malos futbolistas, malos conductores y malos comediantes.
Las mujeres tampoco somos mejores que los hombres. Si algo es cierto es que en todos reside la posibilidad de ser buenos, regulares o malos, pero quizá sería mejor buscar que los hombres sean tan buenos cuidando a los hijos como se nos exige a nosotras, que los hombres sean tan cuidadosos al volante de un carro como solemos ser nosotras, que los hombres busquen ser tan inteligentes emocionalmente como se nos enseña a nosotras.
Quizá habría que revisar no tanto la autonomía, la libertad y la agencia femenina, como la autonomía la libertad y la agencia masculina, para encontrar algo de la raíz de los desequilibrios entre nosotras y ellos. La igualdad reside no solo en que las mujeres reclamemos nuestros derechos, sino en que los hombres pierdan privilegios. Sin incomodidad no hay cambio.