“Un día tú me prometiste que cualquier cosa que yo hiciera, tú la comprenderías y me darías la razón. Por favor, trata de entender mi muerte”. Esto le escribió Andrés Caicedo a su mamá la primera vez que intentó quitarse la vida. El escritor vallecaucano lo lograría dos años después, en 1977. Pero es leyendo esta nota que uno puede asomarse a esa muerte que llevaba adentro y las situaciones que lo agobiaban, como el dinero y las “relaciones de influencias”. Cosas que para algunos pueden ser trivialidades, pero para otros se vuelven una sombra pesada e inhabilitante. Son “sufrimiento”, como dijo Caicedo.
Hace unos días un adolescente se lanzó desde la parte trasera del tercer piso de un centro comercial de la ciudad. Es el decimoquinto suicidio en Manizales en lo que va de este 2025, según datos de Medicina Legal. Supera al número de asesinatos en la capital de Caldas en el mismo lapso que, con el reciente hecho de sicariato en la Comuna Ciudadela del Norte, ronda los doce. Y son más de la mitad de la cifra de homicidios registrados en todo el 2024 por la Alcaldía, con 27 casos.
Pero muy pocos hablan de ello. Algunos medios alternativos, un boletín de prensa del centro comercial y pare de contar. Ni la Alcaldía, ni la Personería, ni los medios tradicionales, ni la Universidad de Manizales que tiene el Diplomado Latinoamericano on line en Suicidología, único en el continente. Porque es un suicidio y hay unos protocolos – establecidos por la Organización Mundial de la Salud (OMS), autoridades locales o manuales de estilo de los periódicos y noticieros – que hay que seguir y en el que predomina el silencio.
Signos de alarma de la conducta suicida según la OMS: Presencia de pensamientos o planes de autolesión en el último tiempo o acto de autolesión en el último año. Alteraciones emocionales graves. Desesperanza. Agitación o extrema violencia. Conducta poco comunicativa. Aislamiento social.
Se acogen a la teoría del efecto Werther, término acuñado en 1974 por el sociólogo David Phillips pero inspirado en hechos de 1774, cuando se dijo que la novela Las penas del joven Werther, de Goethe, había causado una “epidemia” de suicidios entre los jóvenes europeos. La solución de las autoridades de ese entonces fue censurar el libro para que los románticos melifluos no siguieran los pasos del protagonista del texto. Nada de hablar, de socializar, de analizar. Simplemente callar y culpar al arte.
Pero esto del efecto Werther se ha venido desmontando con el tiempo y, si bien el suicidio de una celebridad impulsa a algunos fanáticos a hacer lo mismo, no siempre aplica. El caso de Kurt Cobain, por ejemplo. Se creyó en ese entonces, 1994, que los seguidores del cantante de Nirvana se quitarían la vida de manera masiva, cosa que no ocurrió. Los “expertos” del efecto Werther dijeron que tal cosa no sucedió por “la dificultad que conllevaba el método utilizado por el cantante”, a pesar de que los Estados Unidos es el país donde es más fácil comprar armas de fuego y donde hay unos 500 millones de estas en poder de civiles.
Tras la muerte de Cobain se han hecho documentales y películas, y ninguna es señalada de llevar la gente al suicidio. La razón: porque desde que ocurrió este hecho se habló de manera abierta de las causas que llevaron al músico a esta decisión. No a modo de justificación, sino de información. Recuerdo que canales como MTV (cuando era de música y no de realities) acompañaron la noticia con números de atención y apoyo emocional a las personas afectadas. E invitaron a otros músicos y fanáticos a hablar del tema y a conectar con las audiencias, siempre con la asesoría y perspectiva de expertos. Fue una terapia colectiva televisada.
Usa las líneas de atención que el Ministerio de Salud tiene habilitadas en Colombia para recibir orientación en salud mental.
Informarse sobre el suicidio no es malo. Libros como Lo que no tiene nombre, de Piedad Bonnett, o Las muertes chiquitas, de Margarita Posada, son ventanas a esa alternativa desesperada que se abren cuando la salud mental flaquea. También están Black Notes y The Suicide Book, textos que recopilan las notas que dejaron algunos suicidas, entre ellos famosos, y donde leemos aquellas situaciones que los aquejaban. Escritos que, incluso, se vuelven parte de la obra de sus autores como lo son las cartas de despedida de Virginia Woolf y Violeta Parra.
Así como cuando fallece un joven por alguna enfermedad y de él contamos su vida, sus sueños y el acompañamiento que tendrá su familia, debería ser igual con los suicidas. No por morbo, porque hay detalles que sobran, sino por entender un contexto, pensar en cómo no repetirlo y en cómo podemos rodear de manera positiva a sus allegados. Pero mientras sigamos evadiendo la discusión, nuestros suicidas continuarán siendo una cifra fría de Medicina Legal.
Si no hablamos abiertamente de las posibles causas que llevan a las personas a quitarse la vida (desesperanza en el futuro, desamor, frustración al no cumplir con estándares sociales idealizados, entre muchas otras), la situación no va a cambiar. También hay que poner en una perspectiva contemporánea el abordaje que hizo el sociólogo Durkheim sobre el suicidio hace más de un siglo, y dudar las estrategias de entidades paquidérmicas como la OMS, quienes hasta 1990 catalogaron la homosexualidad como una enfermedad mental.
Hay que atreverse a nuevos abordajes al tema e ir más allá de lo que se hace y que poca efectividad tiene, pues en Manizales los indicadores sobre el suicidio son preocupantes. Sin embargo contamos con el profesor Jaime Alberto Carmona Parra, quien dirige el diplomado en Suicidología, y a la psicóloga Fanny Bernal, quien trabaja el tema del duelo. Personajes como ellos y sus pares nos pueden educar y orientar. Pero mientras sigamos callados y creyendo que la solución al suicidio es poner rejas, pantallas acrílicas, un par de policías y frases sacadas de libros de autoayuda, nunca entenderemos con el fin de prevenir ese “sufrimiento” que agobiaba a Caicedo, a Zweig, a Bourdain, y al adolescente de esta semana que por ahora solo conocemos como “el número 15”.
