Hay que hablar las cosas como son, sin adornos y, a veces, sin nada de prudencia: Hay días en que parece que despertamos hundidos en la mierda —o por lo menos así se siente—.
No se ha muerto nadie, tenemos un buen trabajo, nuestra vida emocional está sorprendentemente estable, hay proyectos por realizar e incluso sueños que nos hacen fantasear en los momentos más críticos de nuestra existencia. Sin embargo, a veces este as bajo la manga no nos sirve para nada en esos días, en los que ya dije, estamos hasta el cuello, a punto de hundirnos bajo esa materia marrón hedionda. O, si se quiere ver de otra manera menos bukowskiana, hay algo muy adentro de nosotros que traspasa nuestros órganos y huesos y hace que nos duela abrir los ojos, respirar, sentir el aire. Hay algo amorfo y abstracto que nos punza lo intangible y nos hace querer volver a la carrera de espermatozoides para dejar que otro gane.
Hay días en los que lloramos sin saber muy bien por qué, confundidos, con una tristeza tan punzante que podría considerarse un arma blanca capaz de herir a cualquiera que ose acercarse. No hay consuelo: ni en los libros, ni en el abrazo, ni en las palabras de un ser querido, y tampoco en el sol que brilla afuera, como refregándonos en la cara su estar sin más, su gloriosa y despreocupada existencia. Tampoco sabemos cuándo va a terminar, si durará una hora, un día, semanas o meses. Es más, ¿pasará? ¿Volverá a ser el mundo para nosotros un lugar afable? No se sabe.
En esos días, en donde nada tiene color, sabor u olor. En donde el mundo parece estar envuelto en una funda de látex, lejano, impenetrable y peligroso, es bueno aferrarse a los recuerdos de otros días, de esos días buenos. Aquellos en los que podíamos alcanzar la felicidad con facilidad, o teníamos el don de sentirla en la simpleza de las cosas cotidianas: una charla entre amigos, una película, el frescor que se siente al salir en la mañana.
En los días hostiles, en donde nada nos conmueve, ni siquiera nuestro propio llanto, solo queda hacer una cosa: sufrir. Y hay que hacerlo bien, con valor, “como los buenos toreros cuando ven salir al toro”, diría Gabo en una de sus tantas entrevistas. No me gusta la tauromaquia, pero me parece que el ejemplo es potente, adecuado. Uno puede huirle al toro o puede quedarse.
Yo decido quedarme, ver los ojos furiosos con que a veces, o casi siempre, la vida nos encara.