Cigoto, embrión, feto. Tomar fumarato ferroso, ácido ascórbico recubierto y ácido fólico después del almuerzo y después de la cena. Examen de sangre para toxoplasma gondii, estreptococo, hemograma, glucosa, rubeola, hepatitis b, sífilis y VIH. Ecografía en la semana ocho, la catorce, la veinte y la treinta y dos. También ecografías perinatales cada cuatro semanas después de la semana veinticuatro. Además, incluir una cervicometría, nuevos exámenes de sangre y monitoreos semanales para seguir la actividad fetal.
(Cada semana consultamos qué fruta es. Ha sido un arándano, un higo, una uva, una ciruela, un limón, un aguacate, y ahora es una coliflor. Para nosotros, se quedó Ciruelita).
En el centro de mi cuerpo, ella flota. Estira sus piernitas, bosteza, parpadea y llora. Crece. Se abre espacio en el útero, vive de la placenta y empuja mis órganos con indiferencia. Se expande en mi vientre: su cuerpo anida en el mío, lo infla, lo ahueca, lo agranda, lo hace suyo. El milagro de la carne, la brutalidad de la vida, el misterio de la sangre.
Me acostumbro a vivir con fuego en la boca del estómago, a la sensación de un taco atorado en la garganta y a once kilos de más. Mi punto de gravedad ha cambiado por lo que caminar es un acto que vigilo con recelo: reviso que sea seguro el paso y plano el andén.
(Aunque el caos del primer trimestre ha pasado —las náuseas, el frío, los mareos y el huracán emocional— ha quedado una inconsistencia: mi cuerpo ya no se corresponde con mi cuerpo).
A veces pienso que somos una sola. Que aquel cordón umbilical nos convierte en un único cuerpo porque ella son mis células, mi sangre, toda yo. Qué ingenua. No hay engaño más grande. Sus aleteos, toquecitos y las burbujas en mi barriga —que de repente se transforman en puños, patadas y golpes— confirman que, aunque es parte de mí, ya es otra; que yo, apenas la contengo por unos meses: soy una incubadora andante, una urna en la que mi feto hembra toma forma mientras se prepara para rasgar la tripa y partirme en dos.
(Me enternece sentirla, experimentar su presencia desde adentro. A veces le hablo en voz baja: “¿Qué haces?”, le pregunto cómplice, como si la sorprendiera en medio de una travesura).
Sin embargo, no solo se abre espacio en mi cuerpo, también en casa. Lo que era mi proyecto de estudio —llevo más de un año preparando aquel espacio para que sea mi cuarto propio—, dejó de serlo en cuanto nos enteramos de que palpitaba en mi interior. Poco a poco, tendré que mudarme al estudio de S., y renunciar al sofá, al tapete y a la lámpara que aunque nunca los compré, ya vivían en mi imaginación. Me llevaré el estante de libros y el escritorio que él construyó, y lo reemplazaremos por una cuna, un cambiador, tapetes de colores, juguetes y ropita de la pequeña humana.
En noviembre se marcó mi destino: todo indica que nunca más volveré a ser solo yo.