¿Nos hace la lectura, la literatura, mejores personas?, me preguntó Óscar al regresar del cementerio. Caminábamos ya por la última curva en la que la música de una cantina nos daba la bienvenida a las calles de Quinchía. No le respondí en ese momento porque quise llamar su atención sobre dicho local, adornado con globos a la entrada y la felicitación a los papás por su día. Le conté cómo el año pasado, haciendo ese mismo recorrido, detrás de mi mamá y yo venía un hombre hablando con un grupo de mujeres y les proponía una comparación con el objetivo de provocarlas: “…también fui a la misa en la iglesia y allá no pusieron una sola bomba ni siquiera un letrerito. Y miren, aquí donde las muchachas sí nos dan la bienvenida”.
Escribo provocarlas pues recién habíamos rezado por los padres difuntos en el camposanto y allí, en ese rincón, la música y la cerveza, invitaban a placeres que no suelen ir de la mano con la piedad.
Este año, unas calles más allá, mientras almorzaba con mi amigo, balbuceé un intento de respuesta. No, no son los libros, la lectura, quienes mejoran el mundo. No, no funcionan como objetos y actos que por sí mismos provoquen el hechizo del perdón y la solidaridad.
Cuando se destapan las equivocaciones de los escritores en su vida privada, familiar, cuando su orientación ideológica, política, religiosa no coinciden con nuestro rasero, se les juzga como si por estar en el mundo de los libros conociesen cómo salvar el alma humana, cómo construir una sociedad perfecta.
¿Cuántos crímenes y genocidios no hemos visto en manos de personas con acceso a la cultura? ¿Tienen una función moral los libros, la música, el teatro? ¿Son peores personas aquellas a las que su formación les ha privado de alimentar criterios estéticos? Casos para dejar la conversación en tablas hay por montones, coincidimos.
Sin embargo, la lectura y la literatura sí deben incidir en la argumentación. Quizás ahí sí se encuentre un efecto rápido: los libros nos demandan paciencia para conocer, calma para escuchar, tiempo para reunir las piezas. Y de esa manera pueden propiciarse gestos de una cultura para la convivencia y la paz. Ayudan, sí, son la mejor herramienta.
Ahora bien, la destreza en la contemplación del arte depende de los interlocutores y los mediadores, estos sí, necesitados y urgidos de un mundo mejor. Acercarse a un dispositivo de la cultura con el relato de sus orígenes y la experticia en las leyes que lo dinamizan, de la mano de una persona cuya humanidad recoge la polifonía de la historia, puede propiciar una conciencia social y planetaria, que se traduzca en gestos de hospitalidad.
Una vez en casa, siento la necesidad de advertirle a Óscar, como mediadores que somos, entre el universo de la biblioteca que habitamos y nuestros ámbitos labores, que a veces maduramos tanto una idea que nos cuesta creer que los demás no puedan considerarla en su esfericidad ni su levedad. Al lado de la meditación solitaria suele crecer un orgullo parasitario que requiere también ser desprendido. En el silencio en el que se escuchan las realidades de otros mundos, esos hierbajos de la prepotencia, la superioridad, el orgullo, dejan de alimentarse de nuestra sabia. Y una vez secos, es más fácil retirarlos para hacer abono con ellos.