Muchos asuntos de la vida diaria están sujetos a la intervención de abogados, algunos de los cuales suelen utilizar su aparente mayor sabiduría que la de los ciudadanos no-abogados sobre las decisiones que se deben a tomar. Al opinar diferente de ellos se espera que uno diga: “yo no soy abogado, pero…” (excuse “su educación”).
Cuando la decisión los involucra personalmente, y alguien se opone a su opinión o compara la relatividad de sus conceptos o decisiones con las de otros profesionales, harán un reclamo digno (piden “respeto” por su profesión). Se olvidan, claro, de la relatividad y diferencia de conceptos de otros profesionales: dos médicos que conceptúan diferente (“segunda opinión” sobre si hacerse una cirugía o no…), el dispar criterio de dos economistas (marginalistas o marxistas, progresistas o no, de izquierda o de derecha, gobiernistas o no…), la diferencia de orientación que pueden dar dos psicólogos (de tendencia psicoanalítica o conductista…), el discrepante informe del ingeniero de la obra frente al del interventor (más o menos pesimistas), y así sucesivamente.
Parecen olvidar que detrás de las valoraciones de conveniencia, justicia o deseabilidad de muchas decisiones existen criterios o categoría filosóficas, sociológicas, éticas o políticas, más que de la ley propiamente dicha —su legalidad o constitucionalidad (¿“la ley es neutra”?).
Ya si se da la situación que dos ciudadanos abogados no están de acuerdo en considerar correcta o justa una decisión de una junta, consejo o asamblea, se encontrarán dos versiones de esa especial condición del ser abogado (“yo soy abogado, conozco de derecho, ¿y usted?”).
Se apela entonces a la estabilidad o permanencia de la ley o las normas escritas (“sobre mármol” o sobre piedra) para consultar lo permitido o aceptable, esperando que el sentido, significado o implicaciones de lo escrito no cambien muy pronto.
Puede suceder que al pedir leer la regulación le insinúen que usted no sabe de derecho (“gradúese de abogado y le creo sus opiniones” —parece ser la idea).
Al leer la norma escrita, si parece que el oponente está equivocado, podrá opinar que no todo lo escrito en reglamentos o normas es legal o constitucional (“se da por no escrito”).
Si el asunto escala a un juez, la persona a favor de quien el juez decide se tiende a sentir con toda la verdad (“se los dije”, “yo tenía razón”), y si es abogado sabrá argumentar que como el juez le dio la razón en ese asunto, todo lo que opine deberá ser acatado (“mi opinión es la ajustada a la ley”).
Pero lo peor es la respuesta que a veces dan algunos profesionales del derecho ante conflictos de la vida diaria: “si no le gusta, demándeme” (“a mí me sale más barato que a usted la contestación o representación legal: la hago yo mismo o me la hacen barata un colega”, y los abogados “sabemos más de los recovecos y recursos que la ley nos permite”).
Lo que puede hacer más vivible esta situación es que la mayoría de los congresistas que votan para aprobar las leyes no sean abogados, y que la mayoría de los ciudadanos de una junta no se amilanen ante la experticia del abogado compañero de silla.
Uno espera que todos recordemos que entre abogados hay diversidad de interpretaciones de las normas, que no todo está pre-escrito, y que cuando estos respetables profesionales son parte de una toma de decisión no son “la autoridad”.
Finalmente, que hasta en la Corte Constitucional las decisiones se toman por mayoría: no existe oráculo sino personas que votan, con sus sesgos, intereses y comprensiones (la “verdad jurídica” no existe).
En conclusión, es preferible un país imperfecto hecho con las decisiones de ciudadanos empoderados, que uno de abogados que “pre-saben” cómo debemos votar.