Mi papá nació el 15 de junio de 1937, hace 88 años.
Los días que siguieron a su muerte estuvieron llenos de nostalgia. Mi mamá, mi hermana y yo nos dedicamos a sacar sus cosas y a decidir qué se hacía con su ropa, sus libros y sus pertenencias. Teníamos la sospecha de que encontraríamos alguna nota, una sorpresa, un mensaje enviado “desde el más allá”, en el que volveríamos a sentir su afecto y, quizá, su humor.
Mi papá era muy tomapelo, mamagallista. Era su forma de querer, pero era también un mecanismo de defensa. Ante un cuestionamiento mi papá contestaba con un chiste. Cuando quería dejarnos saber cuánto nos quería, se burlaba cariñosamente de nosotras, nos comparaba con figuras caídas en desgracia. “Hoy amaneciste tan inteligente como Turbay”. Con los amigos y las amigas era lo mismo. Con la familia, igual. Reconocer cuándo mi papá estaba hablando en serio no era tan sencillo.
Pocos meses antes de morir vino a su casa un amigo. El negro Rivillas. Los encontré conversando. Gustavo sentado al lado de mi papá en una silla, y mi papá en la cama, en la que estuvo el último año y medio de su vida. Al entrar le pregunté a Gustavo cómo veía a mi papá. Me abrió los ojos grandísimos y mintió:
—¡Muy bien!, ¡perfecto!
Me reí y le pregunté a mi papa:
—Papi, ¿cómo ves al negro?
—Peor que yo.
Julia, mi hermana, y yo aprendimos la lección. Nada es tan serio, o nada debería serlo, como para que no merezca una mirada ladeada. Las dos somos burleteras, tomapelo, mamagallistas. Somos cómplices de muchas miradas conjuntas en las que ni siquiera tenemos que hablar para entender qué es lo que nos provoca risa.
Y el objeto preferido de nuestras burlas, durante muchos años, fue mi papá. Nos burlábamos de él porque estaba muy sordo, porque era cojo, porque era muy necio, porque dio mucha guerra, porque sí y porque no. Una manera de regresarle con humor todo el amor que él nos despertaba. Una manera de decirle somos tus hijas, sangre de tu sangre, somos tú, hasta en este detalle.
En los últimos 8 o 10 años de su vida una de las bromas favoritas de las hijas fue preguntarle a Jairo, ante cualquier tos, ante cualquier malestar, si era definitivo, si ya se iba a morir, si llamábamos de una vez a Jardines de la Esperanza. Mi papá estornudaba duro y mi hermana corría a revisarle la presión. Le preguntaba si era necesario traer un desfibrilador. De ahí el chiste evolucionó y empezamos a preguntarle qué música había que poner, qué amigos invitar, qué hacer con su herencia, etc.
Cuando el desenlace se dio en octubre de 2018, enredada entre los papeles del seguro, del banco, de las instrucciones sobre qué hacer con sus cosas, encontramos con emoción esa nota que sospechábamos, ese mensaje que sería la última conversación que tendríamos con ese papá tan amado:
—Ojalá la muerte de su mamá no sea tan deseada como la mía.
Touché, papito, ja ja.