El abuelito León era capaz de decir cuánto pesaba o cuánto medía cualquier cosa con solo mirarla. ¿Ese bulto de naranjas? Cuatro kilos, ochocientos gramos. ¿Ese retazo de tela? Un metro, treinta centímetros. Gajes de su oficio: dependiente de almacén de abarrotes. Mi abuelo, que nació en 1920, todavía no había cambiado los pantalones cortos por los largos cuando empezó a trabajar en un almacén de la Galería de Manizales.
Mis bisabuelos, Bernardo Villegas Restrepo y Camila Toro Gómez, llegaron de Neira a Manizales y se instalaron en una casa de Hoyo Frío. Era una familia con cinco hijos y muchas necesidades. Como el trabajo infantil todavía no estaba prohibido, sino todo lo contrario, mi abuelito empezó a llevar plata a la casa desde antes de cumplir 15 años. Contaba con mucho orgullo que le dio estudio a varios de sus hermanos.
Me parece que la condición de tener dos animales bravos en el nombre y todas esas estrecheces lo convirtieron en un hombre recio y exacto. Un contraste llamativo frente a una altura reducida. Mirado a la carrera, mi abuelo parecía un rectángulo con una base casi tan larga como su altura. Su imponencia provenía de una fuerza interna y una apariencia personal impecable.
Su exactitud era para todo. Para la moral, para el dinero, para la familia, para los negocios y para las opiniones. No bebía, no fumaba, no hacía chistes, no se permitía lujos, desayunaba, almorzaba y comía todos los días a la misma hora. Se vestía de lunes a sábado con traje completo, pantalón, saco y corbata. Tenía una idea muy clara de cómo debía funcionar el mundo y pocos deseos de charlar al respecto.
Los hijos cuentan que fue un padre consentidor, cariñoso, que les daba siempre buenos regalos hasta el día en que se hicieron adolescentes. En ese momento seguramente pensó que tantos mimos podrían tener un efecto negativo en la formación de mi mamá y sus hermanos y tomó distancia de ellos. La abuelita Alba, su esposa, no era muy diferente, y en ese sentido su matrimonio fue un buen equipo de trabajo.
Toda esa disciplina rindió sus frutos y mi abuelo consiguió plata. Pero nunca dejó de sentirse pobre, jamás salió de la lógica de la escasez. Los problemas económicos le ocasionaron ansiedades incapacitantes, y tenía esa facultad de los hombres de su generación de castigar a toda su familia con la imposición de su malgenio.
El encuentro con los nietos fue un reto para mi abuelo. Unos niños de los 80 criados con una libertad que él nunca conoció. Educados por nueras y yernos muy diferentes de sus hijos. Niños irrespetuosos, respondones, impertinentes, irreverentes y maleducados. Adulta, escuchando a mis tíos, comprendí que él nos mostró una faceta de su personalidad que se permitió solo con nosotros y solo en algunos momentos. Yo lo amaba.
Un día, cuando tenía alrededor de 12 años, llamé a su casa dispuesta a hacerle una broma telefónica al primero que me contestara.
—Buenas tardes, estamos llamando de la empresa del acueducto de Manizales, ¿me puede informar si está saliendo agua por la llave de su casa? – dije, impostando la voz y aguantándome la risa -.
—Voy a revisar…
—Claro que sí, lo espero…
—Sí señora, está saliendo agua.
—¿Y qué quería que saliera?, ¿Coca cola?
—¡Boba!
Boba, claro. Pero hay un gozo indescriptible en hacerle un chiste así a un Toro tan bravo.