En el puerperio, la prolactina, los estrógenos, la progesterona y el cortisol son el cóctel de hormonas que configuran mi energía, mi sueño y mi ánimo. Controlan mi cuerpo, mi deseo, mis pensamientos, mi relación con el mundo, mis días…
Mis días transcurren más o menos así. A las cuatro de la madrugada, los sonidos de los pujos de la bebé me despiertan. Me asomo al colecho: me sonríe y se le marcan los hoyuelos en las mejillas. La saco del colecho y le cambio el pañal: transcurren quince minutos entre pañitos húmedos, crema para evitar las quemaduras y pañales. Entonces, se pega a la teta hasta quedarse dormida. Saco gases y duermo un rato más.
A las 7 o 7:30 a.m., se despierta. A veces con su pódcast mañanero: arrullos, gorjeos, sonidos vocálicos como “ah -ahhh” y “ooohhh- ohhh”, y otras veces un grito, seguido del llanto. Le doy más teta. Cambio de nuevo el pañal, le quito el pijama y busco otro body y ropa para el día. Pasa un rato despierta, juega en el corral y se entretiene moviendo sus manos y pies (Hace poco aprendió a agarrar los juguetes colgantes). Estas sesiones suelen estar acompañadas de nuevos episodios del pódcast.
De repente mira alrededor. Se deja llevar por la vista a través de la ventana. Me pregunto si busca la luz, los guaduales o las nubes. La observo: abre de par en par sus ojos cuando encuentra sombras, luces o colores oscuros. Sonríe cuando me acerco.
Preparo un tinto clarito en la Chemex. Me lo tomo mientras escribo los últimos acontecimientos. A veces como algo de fruta e intento desayunar a toda prisa porque sé que está a punto de llorar de nuevo; son las 9 o 10 a.m. Le cambio el pañal y busco el sofá o la cama, ya es hora de volver a comer. Me saco la teta. Intento escribir mientras amamanto. Pongo en un documento los fragmentos que tengo: es un Frankenstein de relatos cortos, ideas, reflexiones, escenas, experiencias o descripciones. Termina de mamar y se queda dormida en mi pecho. La dejo ahí un poco más. Saco gases… Ya son las 11 a.m. Entonces, con sumo cuidado, la pongo de nuevo en el corral y corro hacia la ducha para bañarme. Llora. Me pongo crema en la piel reseca, me deslizo entre las ropas a toda prisa y vuelvo a ofrecerle la teta. Ya es hora del almuerzo. Muchas veces como con ella pegada en mi regazo, a veces en el fular, y otras en mi brazo izquierdo, acunada mientras chupa y chupa.
Por la tarde, intento descansar en los ratos que quedan entre la teta, sus horas activas y su sueño. También releo lo que escribo —a veces apenas tengo bloques de 20 minutos— y camino con ella por la casa, el conjunto o el parque.
Llega la noche. Con S., que hace poco volvió del trabajo, preparamos su baño: agua tibia, jabón y shampoo de bebé. Le ponemos el pijama y continuamos con una nueva ronda de teta. Desde las ocho, se me cierran los ojos por el cansancio. Soy un cuerpo que se apaga. Resisto, aún restan unas horas de arrullo, teta y contención.
Conversamos un rato con S, nos miramos para no olvidarnos de nosotros. Bebé se duerme a las 10 u 11 p.m., así que una vez logro que caiga en el sueño profundo, programo las alarmas para cada toma: 12:30, 2:30, 4:30; 6:30. Apago la lámpara y me duermo con quejidos, gruñidos y ruidos extraños… la banda sonora del puerperio.