De las cosas que no me creen

22 de junio de 2025

Hubo un día en que me enguaqué. Encontré un lodo grisáceo que, tras lavar, dejó ver muchas chispas de oro. Cabecitas de alfileres doradas y un picker, una pepita minúscula, como una migaja de pan, que al dejar caer sobre la pala emite el evidente sonido de que ese volumen tiene peso. Un logro inentendible para terceros que creen que el oro viene en forma de lingotes y cadenas de reguetoneros.
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Cuando le cuento a la gente que mi pasatiempo es buscar oro, se ríen. “¿Qué? ¿Se asoció con una minera o con el Clan del Golfo? ¿Compró finca en Marmato?”, comentan. Les digo que voy con una batea y una pala a algunos ríos y me pongo a barequear, entonces me miran incrédulos. “¿Usted echando pala? ¿Usted barequeando como los indios, como los negros?”, porque es una labor extractivista muy arraigada en el pensamiento esclavista. Cuando el interlocutor se frustra porque no me cree, entonces le digo que dedico mi tiempo libre a la “prospección”; ahí cambia la mirada porque asocian el término con trading y esas prácticas de los mercados financieros y de las criptomonedas. Ahí se alejan porque creerán que les voy a pedir dinero para invertir en algún proyecto o esquema piramidal. Ni les cuento cuando usé el término “fossicking”, que es como también se le llama a la prospección: pensaron que tenía un Only Fans donde me dedicaba a tener sexo con mujeres muy mayores, casi fósiles.

Porque en pleno siglo XXI decir que uno dedica horas a escarbar lodo y limpiarlo con la ilusión de encontrar oro es algo raro. Es como decir que tu hobby es el contorsionismo o la ventriloquía. Nadie te imagina pasándote las piernas por detrás de la cabeza o dislocándote un hombro para meterte en una maleta. Tampoco pasando horas frente a un espejo para hablar sin mover los labios o, en su defecto, desde el vientre. Actividades raras que seguramente alguien por ahí —un vecino, un primo segundo— practican a puerta cerrada.

Sí, de un tiempo para acá aprovecho alguna mañana libre y me voy a sitios donde —y gracias a las herramientas de geología moderna— es posible encontrar oro. Y no es porque esté con “fiebre de oro”, porque es de lo que menos encuentro, sino porque a los lugares a los que voy estoy desconectado de todo. No hay señal de celular, no hay bulla. El único sonido que hay es el de la naturaleza: el río, el canto de las aves y mi pala moviendo rocas. El silencio en mi cabeza mientras muevo la batea y estratifico el material. Eso que los gurús del Tik Tok llaman “meditación activa” o “mindfulness”. Ese es el tesoro.

Cuando alisto mis herramientas y voy de salida, me dicen en la casa: “Ahí va el minero”, y me hacen fotos. Como cuando uno sale a los pueblos del Eje Cafetero y se topa con un arriero tradicional y su recua de mulas o alguien que está en una esquina estirando una pasta blanda de dulce de panela contra una horqueta; oficios que ya no se ven y uno quiere registrar. Entonces me ponen a posar junto a algún sobrino o tío, pero como uno no está asumiendo un rol me quedo quieto e inexpresivo. Como lo hacen los arrieros y hacedores de melcocha cuando se les pide la foto: se quedan quietos porque no hay pose. Solo son.

Y me voy a buscar ese recodo donde de pronto hay algo. Encuentro anzuelos y plomadas oxidadas, latas de cerveza, alambres; una vez encontré una herradura que limpié y ahora tengo sobre la puerta de mi casa. He visto nutrias, armadillos y muchas ranas. Pasa un pescador: “Jefe, ¿cómo va la búsqueda?”. Levanto la batea vacía y él me muestra un atado pequeño de sabaletas. “Apenas para fritar ahora. Mejor suerte la próxima”, y sigue su camino.

Hubo un día en que me enguaqué. Encontré un lodo grisáceo que, tras lavar, dejó ver muchas chispas de oro. Cabecitas de alfileres doradas y un picker, una pepita minúscula, como una migaja de pan, que al dejar caer sobre la pala emite el evidente sonido de que ese volumen tiene peso. Un logro inentendible para terceros que creen que el oro viene en forma de lingotes y cadenas de reguetoneros. “¿Eso? ¿Para cuándo el gramo? Ya solo le faltan 50 años para recoger lo suficiente para mandarse a hacer un diente”. No entienden.

El placer de un pasatiempo es ese: pasar el tiempo dedicándose a algo que a uno le gusta. Porque la mayor parte del tiempo nos la pasamos haciendo cosas que no nos gustan; peor aún, viendo y consumiendo videos o información que no nos interesa en las redes sociales por culpa del adictivo scroll infinito. Un desarrollo tecnológico cuyo creador, el estadounidense Aza Raskin, se arrepiente de haber creado y de la que dijo en un entrevista para la BBC: “Es como si estuvieran tomando cocaína conductual y la rociaran por toda la interfaz, y eso es lo que te mantiene con ganas de regresar una y otra vez. No le das tiempo a tu cerebro de ponerse al día con tus impulsos, así que solo sigues haciendo scroll”.

Allá no tengo scroll infinito. Solo uñas sucias y rotas. Hay pantano y el peligro de que una roca te machuque o aplaste un brazo o un pie. Y mosquitos que ya una vez me inocularon un arbovirus. Este es un hobby raro, “exótico” me dijeron una vez, y si sólo me da para un diente de oro lo luciré feliz en mi primer premolar. Una tendencia de decoración bucal con minerales y piedras preciosas que, si recientemente ha hecho scroll infinito, seguramente habrá visto en la boca del futbolista Luis Díaz. “¿Usted con una cosa de esas?”. No me creen.

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Autor

  • Periodista y diseñador industrial. Profesor en la Universidad de Manizales. Ganador del Premio Nacional de Periodismo “Orlando Sierra Hernández” 2024.

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