Cuando la ropa crecía con uno

6 de julio de 2025

Como quien madura un aguacate envolviéndolo en papel periódico, a nosotros nos metían en camisetas, sacos e, incluso, zapatos, un par de tallas más grandes, para que creciéramos en ellas.
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Imagen creada con Meta AI

Mi hija me pidió un vestido de baño.

—¿Qué pasó con el que te compré en diciembre?

—Ya no me sirve. Me queda estrecho.

Es posible. Está entrando a la adolescencia y su cuerpo cambia todo el tiempo. Es sorprendente cómo, en cuestión de semanas, puede crecer varios centímetros. Ya casi sobrepasa a la mamá en altura y ya usa (y desgasta) sus zapatos.

Creo que en mis casi 50 años de vida he usado cinco bañadores; uno por década. Mi hija, fácilmente, ha usado el doble y de todos los modelos: enterizos, bikini, con top tipo camiseta, con boleros, otros tipo nadador olímpico, monocromáticos, estampados con flores… Prendas que, a pesar de su poco uso, pasan a ser obsoletas al cabo de una semana. Cosas de estos tiempos del fast fashion.

A diferencia de mi hija, yo heredé mucha ropa. De mis tíos, de esos primos que vivían en el extranjero y que vine a conocer ya de grande; incluso usé prendas que pertenecieron a mi abuelo materno. La abuela, sin la habilidad de sastre, le hizo un par de ajustes a un traje de dos piezas y lo dejó para que pudiera usarlo. Porque en ese entonces “se usaba” la ropa, no “se lucía”. Así fue como llegué a esa fiesta de quince con una chaqueta y un pantalón que a leguas se notaba que no eran de mi talla, pero que cubrían mi cuerpo delgado. Hoy diría que era un look oversize; o muy vanguardista usando prendas vintage.

A los de la generación X nos tocó eso: crecerle a la ropa. Como quien madura un aguacate envolviéndolo en papel periódico, a nosotros nos metían en camisetas, sacos e, incluso, zapatos, un par de tallas más grandes, para que creciéramos en ellas. ¡Y esa ropa duraba! Tuve camisetas que heredé de un tío y que después pasaron a mi hermano o a otras personas.

Y si no le crecíamos a la ropa, la ropa crecía con nosotros. Caso de mis pantalonetas de baño: si se desjetaban, mamá le cosía un caucho; o le hacía ojales y le pasaba un cordón para que se ajustara según el paso del tiempo. Además eran telas finas y resistentes. Había pantalones de mezclilla que venían plegados, duros como un cartón y con instrucciones para ablandarlos. Había que desdoblarlos y meterse a la ducha con ellos puestos para que el agua los ablandara; luego debíamos frotarlos con una piedra pómez para retirarle la sustancia que los hacía rígidos y el exceso de tinte índigo. Un color que se adhería a la piel y nos dejaba las piernas y las manos azules por un par de días.

Esos pantalones, que se compraban dos tallas más grandes, debían durar mucho tiempo porque también eran los que usarían los primos menores. Igual las camisas y chaquetas, sólo era voltearles el cuello desgastado. Por cuestiones de higiene y pudor lo único que no se heredaba eran la ropa interior y los calcetines. Todas las demás prendas crecían con uno y con toda la familia. Hoy día toca reemplazar todo cada tanto, cada temporada, como si en esta zona del planeta tuviésemos estaciones. Son las dinámicas del mercado de la moda, del consumo y las tendencias.

—Papá, y ojalá el vestido de baño sea de la misma marca que el anterior.

—Hija, son muy costosos…

—Pero bonitos y de buena tela. Mira que el que me compraste está como nuevo.

—Está nuevo.

—Sí, pero ya necesito otro vestido de baño.

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Autor

  • Periodista y diseñador industrial. Profesor en la Universidad de Manizales. Ganador del Premio Nacional de Periodismo “Orlando Sierra Hernández” 2024.

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