Tengo fragmentos que dejo anotados por ahí. Aquí uno: «No importa qué día es. Son las 2:38 a.m., Monserrat se despierta y, sin siquiera abrir los ojos, chilla desde el colecho que pegamos a mi lado de la cama. Siento una presión interna en mis tetas. Las toco: están duras y duelen. Montse grita. Me retiro el sostén y empieza a gotear leche de mis pezones. Le ofrezco la teta derecha y ella se pega. La lactancia me une con mi cría; es una especie de cordón umbilical, ahora formado por un líquido blanquecino. La alimento entre 10 y 12 horas al día —a eso se traduce la «libre demanda», una jornada laboral que no distingue horarios–”.
Otro fragmento: «Dicen que la lactancia no duele; mienten. Siempre duele, incluso si sigo las instrucciones, si hay producción de leche y buen agarre. Por ejemplo, ayer, mientras me duchaba, noté un bulto en el seno izquierdo. Durante el día, sentí punzadas en la teta y, por la noche, la zona estaba enrojecida y me dolían las articulaciones. Las alarmas se encendieron: mastitis. Me diagnosticaron congestión mamaria. El tratamiento: masajes desde la axila hacia el pezón cada dos horas, extracción con extractor eléctrico, acetaminofén cada ocho horas y compresas frías. (La escena es un cuadro divertidísimo: tengo un tetero plástico en cada teta, conectados por una manguera que va a un aparato rosa, donde puedo elegir si quiero un masaje o extracción. Lo enciendo, vibra y succiona la leche. Me siento una vaca. Este cuerpo me sobrepasa)”.
En otro escrito: «Montse está pegada a la teta y yo siento cómo me apago. Me arden los ojos por las lágrimas que derramé en la tarde, por rabia, cansancio y soledad. Porque, aunque Hombre está a mi lado, es imposible el 50-50. Fue este cuerpo el que gestó, parió y ahora alimenta. Él me acompaña, sostiene, cuida, acaricia y agradece… Es tanto y tan poco a la vez».
Y en un papel doblado entre las páginas de la libreta: «Voy sin camiseta y con las tetas al aire por la casa. Después del parto, he perdido la vergüenza ante la desnudez. De pasada, veo mi reflejo en el espejo: la barriga caída, los pezones agrietados que brillan por un gel con olor a menta, que ayuda a recuperar el tejido. Este cuerpo se siente distinto: dolorido y extraño. La prolactina, los estrógenos, la progesterona y el cortisol forman un cóctel de hormonas que determina mi energía, mi sueño y mi estado de ánimo. Ni mi cuerpo ni el tiempo me pertenecen; están siempre disponibles para la recién nacida, cuya gestación continúa fuera del útero. Ella necesita de mí para recibir protección, calor y alimento… para sentirse segura».
En dos días se cumplen dos meses desde aquel viernes en el que parí. Releo lo que escribo y pienso: traer a la vida y entregar a Montserrat al mundo ha sido lo más importante, brutal, desafiante y animal que he hecho… Entonces me pregunto: ¿Realmente quería ser mamá?