Por estos días están en el Tour de Francia y el Flaco no se ha perdido ni una etapa de esa competencia. Empezó a seguir el ciclismo tras la hazaña de Lucho Herrera en el Alpe d’Huez en 1984, porque así es él: si un colombiano triunfa en algún deporte, de inmediato se engancha a la actividad. Había que verlo en los tiempos de Juan Pablo Montoya y la Fórmula 1; sabía de alerones, del tipo de grabado de llantas, de chicanas o de la peligrosa décima curva del circuito de Mónaco. O cuando María Isabel Urrutia ganó medalla de oro en pesas en los Juegos Olímpicos de Sídney, en el 2000; de un día para otro era experto en halterofilia y las técnicas del envión. Recuerdo que nos poníamos a ver las competencias por la televisión, ahí en la tienda del barrio, y nos decía que ese pesista no levantaba porque no tenía bien puestos los pies o porque el agarre no era firme. Nos cantó la de Óscar Figueroa en Pekín 2008, pero también anunció —como si tuviera una bola de cristal— que en los siguientes olímpicos seguro se llevaba una medalla. Y así fue.
Lo mismo le sucedió con la Pajón y el BMX, con Camilo Villegas en el golf, con Yuri Alvear en judo, Jackeline Rentería en la lucha y la Ibargüen con el triple salto. Si hubiese nacido en los 60, seguro te contaba de las miras telescópicas usadas por Helmut Bellingrodt en Múnich o la diferencia de pasos que dio Víctor Mora para ganar la San Silvestre del 72, 73,75 y 81. Pero con el fútbol, el Flaco es otro nivel. Es enfermo. Hincha a morir del Deportivo Cali, porque nació en uno de estos pueblos del Valle del Cauca —no sé si Zarzal, Guacarí o El Dovio— y te analiza hasta el mínimo detalle. La otra vez se ofendió porque le dijimos que la camiseta del Cali del 99 se parecía a la del Atlético Nacional de 1990 y nos dijo que el equipo antioqueño usaba tonos verdes de la gama esmeralda o helecho, mientras que el Cali usaba verde periquito o verde trébol.
El caso es que me encontré con el Flaco, como siempre, en la tienda, a tomarnos unas cervezas y ver el partido de la Selección Colombia femenina contra las paraguayas. En medio de sus cavilaciones deportivas señaló con los labios, como hacemos los colombianos, a Linda Caicedo, la delantera nacional que juega en el Real Madrid de España.
—“Mirá, otra que se suma a la constante deportiva”, me dice.
—“¿De qué constante hablas?”, le pregunto, mientras en la pantalla muestran a la jugadora. Menudita, con su cabello crespo recogido en una cola y la piel negra brillando por el sudor.
El Flaco agarra el celular y, tras una búsqueda en Google, me muestra una foto de la futbolista abrazada a una chica de piel muy blanca. “Es la novia. Negro con plata no come negro”, me dice en voz baja, como para no llamar la atención de las mesas vecinas. “No es nada de racismo, es una constante deportiva. ¿O cuándo has visto a un deportista afro —o por ahí aindiado, como los nuestros— de esos que son famosos y millonarios, emparejado con alguien de su grupo étnico. Siempre van a blanco. No más fijate en la fiesta de Lamine Yamal, el delantero del FC Barcelona: cumplió 18 años y se desmadró invitando mujeres, tipo influencer, y todas blancas. Rubias. De pronto una trigueña, pero ninguna mora o ecuatoguineana, que es de donde son sus ancestros. Te digo, es una constante”.
Entonces me hizo una lista de estas parejas interraciales en el fútbol. Pelé, que salió un tiempo con Xuxa. El Tino Asprilla con la estrella porno Petra Scharbach y la actriz Lady Noriega. La actual delantera del Real Madrid —Rodrygo, Vinicius Jr. y Mbappe salen con mujeres blancas. Hasta Hugo Rodallega, reciente Botín de Oro del fútbol colombiano.
—“Didier Drogba puede ser la excepción a la regla”, le afirmo. Entonces le muestro una imagen donde se le ve con su actual pareja, una trigueña nacida en Costa de Marfil, pero de origen belga, llamada Gabrielle Lemaire
—“¡Qué va! Es una negra blanqueada. Mirá a su ex, con la que duró 10 años. Esa sí es negra. Esta es café con leche; como Beyoncé, que ahora se cree tan blanca que canta música country”.
El Flaco me explica que la constante se da en todos los deportes. “Tan pronto firman un contrato por encima del millón de dólares, se van a blanco”. El basquetbolista Michael Jordan se divorció de su esposa de origen cubano, Juanita Vanoy, y ahora sale con una mujer de piel más clara. Eso sí, le costó 168 millones de dólares. O Serena Williams, que se casó con un blanquito más delgado que uno de los muslos de la tenista. “No sé si tenga que ver algo con la fantasía del Mandingo o lo que dice aquí —me muestra el celular—, que para el atleta negro es un símbolo de estatus, de “haberlo logrado” en la escala social.
—“No he visto eso en el hockey”, le refuto.
—“¡Ay, panita! Ese deporte no lo consume nadie. Es de blancos canadienses pa’ blancos canadienses. Un niche ahí es como un dromedario a una carrera de trineos halados por perros en Alaska. Pero el día en que un negro llegue y la rompa sobre una pista de hielo, le sucederá lo que a Tiger Woods en el golf: solo buscará rubias de origen eslavo. No es racismo, hermano, es una constante deportiva”.
