Me baño con agua caliente incluso teniendo encima un rayo de luz achicharrante. Al entrar el brillo por la ventana, percibo el vapor denso en la ducha y el chorro tipo lluvia que refresca y serena el ritual. Veo la corriente cristalina que recorre mi cuerpo y me embobo un rato viéndola caer desde la Boccherini. Es un acto íntimo, aunque lo relato con omisiones.
Dentro de mi casa, solo están mis dos perros y mi gata, que no sé qué hacen mientras reflexiono cuántos días llevo sin echarme champú. Es probable que estén acicalándose los lugares más recónditos.
En soledad y aparente tranquilidad, mi cabeza empieza a crear escenarios. Los carros con llantas chillonas, los vecinos bullosos con Christian Nodal, los ladridos repentinos de Mono y Loki, el tragadero llevándose lo sucio y el roce del agua con la cerámica provocan una música que me lleva al delirio, a la sensación de que afuera de las cuatro paredes está pasando algo. Esto me ha ocurrido múltiples veces: sentir que entra alguien desconocido al apartamento, o que me están llamando y no respondo, o que ocurre una tragedia.
Encontré luego en internet que lo que sentía era llamado como pareidolia auditiva, un fenómeno psicológico donde el cerebro interpreta sonidos aleatorios como reconocibles, aunque realmente no lo son. Este tipo de alucinaciones —para llamarlo de alguna forma— muestran la vulnerabilidad de los seres humanos al estar en un baño, un espacio inofensivo pero terrible si ocurre una fatalidad.
Hace ocho años, le pongo, me sucedió que me estaba secando tooooodo el cuerpo. Moje el piso y verá cómo se le emputan. Pues sucede que me resbalé y me caí junto con la puerta de vidrio. Fue un sonido lo suficientemente estruendoso para que mi mamá saliera volada a ver qué pasaba. El susto fue grande porque primero: los pequeños vidrios me cortaban la piel por pedazos, así que brotaban raíces rojas por la espalda, por los brazos y por las piernas. Y segundo, el temor a que mi madre me vea el cheese tris o la pirinola, como le dice mi abuela.
El cuerpo es la principal preocupación ante el infortunio. Buscamos que no se manifieste, a no ser que seamos un fsicoculturista o el actor estadounidense Henry Cavill con sus pectorales bien marcados. Solo imagine que está bañándose, y un familiar suyo pega un grito que requiere atención inmediata. ¿Cuál sería su primera reacción? Creo que mi primer impulso sería ponerme la toalla, por lo menos.
Otro episodio que tuve fue hace ocho años también. Me encontraba sentado en el inodoro, pegado al celular y haciendo scroll, hasta que empezó a temblar durísimo. Los movimientos telúricos siempre sacan nuestro instinto de supervivencia, pero no hay nada más incómodo que dejar el acto a medias; debatirse entre la finalización o levantarse para resguardar su cuerpo de un evento más catastrófico.
El baño hace parte de nuestras vidas, lo habitamos como acto inconsciente, casi mecánico. Solo que su característica puede llegar a ser traicionera en el momento menos esperado para marcarnos de por vida. Con plena seguridad, digo que quien lee esto habrá tenido alguna experiencia allí, donde la desgracia se reveló. De lo contrario, es un afortunado.