Con la filosofía aprendí…

21 de junio de 2025

Cuando uno empieza a sentirse envalentonado por la adultez recién adquirida se parece un poco a esos perros que han estado encerrados por mucho tiempo y, cuando les abren la puerta, salen corriendo como locos desquiciados a que los atropelle un carro. Mi primera decisión, en consecuencia, fue estudiar filosofía.
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Soy mujer y nací en un país tercermundista, en una cloaca infecta hundida en la miseria, la corrupción y la ignorancia. En un lugar así, donde todos nuestros esfuerzos se concentran en no morir de hambre, decidí estudiar filosofía. Una combinación exitosa si cualquiera desea tener una vida complicada. Desde que terminé el colegio soy experta en tomar decisiones que me conducen por los caminos más entreverados. Cuando uno empieza a sentirse envalentonado por la adultez recién adquirida se parece un poco a esos perros que han estado encerrados por mucho tiempo y, cuando les abren la puerta, salen corriendo como locos desquiciados a que los atropelle un carro. Mi primera decisión, en consecuencia, fue estudiar filosofía.

Ahora que veo todo desde un punto de vista lejano, logro comprender las señales dadas por mi familia y mis profesores. Esos indicios que profetizaban un destino turbulento, una fatalidad cuyo signo era la infamia y la zozobra. Sin embargo, como dijo el beisbolista Cueto: “Soy como el caballo, que siempre va hacia adelante, nunca mira para los lados” (aunque habría valido más hacer caso de la frase de Pambelé: “Es mejor ser rico que pobre”).

Una de esas primeras señales fue cuando le comuniqué a mi familia que iba a estudiar el comercio y el tráfico de ideas. Cuando les dije que me dedicaría a filosofar a la manera de un sodomita griego, mis papás no pudieron hacer otra cosa que mirarme con horror. Esa reacción quizá se deba a que intuían que los griegos no hacían otra cosa que embriagarse y manosearse en los simposios filosóficos. Ellos tenían planeado para mí una carrera en derecho y yo también. Pero mi desencanto por las leyes se manifestó casi de inmediato, cuando tuve que cursar Constitución Política de Colombia. Lo más interesante que se podía ver en la clase era a una mujer de unos 19 años que esperaba afuera del salón al profesor, que rondaba los 40 o 50. Ver cómo se besaban e imaginar que él le metía la lengua hasta la laringe, hacía que el tipo perdiera ese aire aburrido y solemne que se esmeraba por mantener.

Así que abandoné la idea de estudiar derecho y me quedé exclusivamente con la carrera en filosofía. Cuando le dije a mi familia mi decisión, no se mostraron entusiasmados y lo primero que me preguntaron—de mala gana— fue: ¿y para qué sirve eso? Un cuestionamiento que no supe responder si lo que me preguntaban era sobre cómo iba a producir billete. ¿Por qué cojones tenía que esmerarme por explicar algo que no tenía una respuesta más allá que el gusto y la curiosidad? Al igual que Hannah Arendt, lo que yo quería era comprender —y como otros filósofos—, estudiar cuestiones como el amor, el bien, la formación del universo…

La segunda señal sucedió cuando asistí a la primera clase de filosofía. Estaba entre gente que pasaba desapercibida, uno que otro que parecía haber salido de una secta satánica, y otros cuantos que daban la impresión de tener una vida miserable. En medio de ese panorama folclórico, el profesor, que ya estaba por encima del bien y del mal, que podía darse el gusto de vivir tranquilo —hablando económicamente, claro—, pronunciaba cínico la segunda señal: El que estudia filosofía termina en el sofá de la mamá… o en un andén”. Su cara al mirarnos se tornaba pícara y satisfecha de lograr su cometido: perturbarnos. Me preguntaba si realmente habría alguien en ese salón que se imaginara una vida exitosa como filósofo… teniendo en cuenta que nuestros referentes de la historia de la filosofía eran vírgenes, alcohólicos, cocainómanos, condenados a la hoguera, envenenados, ultrajados, odiados, enemigos públicos… Francamente muchos no volvieron a asomar sus fauces por los pasillos de filosofía.

Me gradué el 25 de agosto de 2017. No tenía nada planeado, solo tenía una idea volátil de incursionar en el periodismo y ganarme la vida escribiendo. Recuerdo la celebración: cuatro buenos amigos y yo en un chochal de discoteca, reuniendo dinero para tres medias de ron y bailando éxitos de J. Balvin y Maluma. En la mañana del 26 de agosto abordé un avión con una pequeña maleta en donde cabía toda mi vida material. Tenía un guayabo de un galón de alcohol de farmacia y frutiño, y un sueño cándido de trabajar en uno de los periódicos más reconocidos del país y ser la próxima Leila Guerriero. Pero la vida es una “perra muy compleja” y mientras transcurrían los días, las señales que había obviado en el pasado se transformaban en una especie de vaticinios cumplidos del oráculo de Delfos.

Dejando a un lado las mortificaciones con las que debe lidiar un profesional de la madre de las ciencias, debo dar crédito a la filosofía y agradecerle por ciertas cosas.

Recuerdo que entré a la universidad siendo una adolescente preocupada por mi aspecto físico. Crecí en un entorno en donde me convencieron de que la belleza de una mujer se encontraba en el maquillaje, en el cuerpo, en cómo lucía su cabello y la clase de ropa que usaba. Eso me produjo mucha inseguridad y la acción compulsiva de verme cada cinco minutos en un espejo sin importar dónde y con quien estuviera (porque sentía que siempre había algo mal en mí que debía ser corregido). Con la filosofía aprendí que no existe una idea universal de belleza en donde se dan ciertos parámetros que definen lo bello —si bien muchos filósofos intentaron hacerlo—. Otros, como Kant, hablaron de que la razón debería establecer lo que es bello y, queriéndolo interpretar a mi manera, deduje que como la razón es una construcción de cada sujeto, la belleza en esa medida dependerá de cada hombre. Desde entonces aplico la frase: “la belleza no está en el mundo, está en los ojos.

Pero lo que más le agradezco a la filosofía es haberme infundido el valor de vivir como quiero y no como los demás desean obligarme a hacerlo. Cuando digo esto, por supuesto me refiero en primer grado a mi familia, pero también me refiero a esas personas que con insultos, gritos y manipulaciones han querido hacerme dudar, intimidarme y detenerme en la construcción de la vida que a mí me place. Pienso en El hombre unidimensional de Herbert Marcuse y esa fuerza benévola que me transmitió cuando lo leí: “La reproducción de necesidades súperimpuestas por los individuos no establece la autonomía, solo prueba la eficacia de los controles”. Él se refería a la vorágine en la que todavía hoy seguimos inmersos, un sistema caníbal que nos consume y nos absorbe de todas las maneras imaginables. Sin embargo, sentada en las escaleras de mi casa mientras lo leía, no dejaba de pensar que eso también ocurría en una esfera más privada, esa en la que supuestamente nos sentimos seguros. Esos que nos dicen a muchos cómo ser, cómo actuar, qué decir y qué estudiar, ¿no nos están imponiendo necesidades que no necesitamos, que no hemos pedido? Recuerdo que desde entonces no he parado de ir en repetidas ocasiones a contra corriente para ser como se me dé la gana de ser, por esa autonomía que pareciera, a veces, dejarme sola.

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Autor

  • Profesional en Filosofía y Letras de la Universidad de Caldas. Editora y correctora de estilo de revistas académicas. Escritora (cuando me atrevo). Aprendiz persistente.

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