Cosmo nació hace un mes y surgió de un Big Bang entre mi hermano menor y su pareja, ocurrido entre octubre y noviembre del 2024. Es su primer hijo y, como sucede con el nacimiento de un astro, todo comenzó a gravitar alrededor suyo. Como astrónomo aficionado, puedo darles las coordenadas exactas del lugar donde se dio este fenómeno planetario: Latitud 48º 51’24’’ Norte y 2º 21’08’’ Este, del número 7 de la Rue de Casablanca. Es signo Leo con ascendente en Piscis.
Su aparición significa una luz brillante e intensa en el universo familiar. Además, se vuelve un elemento clave en la formación de una nueva constelación; una que une a dos clanes y que determinará, de ahora en adelante, el rumbo de su existencia. Evidencia de esto es que, días antes del nacimiento de Cosmo, la familia materna invitó a la paterna a una cena para conocerse mejor, para alinear los astros. No asistí porque estaba en Mercurio retrógrado; además, vi el episodio 9 de la temporada 3 de Game of Thrones y sé lo que puede suceder en uno de estos eventos de integración familiar.
Días antes de la llegada de Cosmo, su papá hizo un grupo en WhatsApp con el fin de mantenernos al tanto a ambas familias de lo que sucedía en la etapa final del embarazo. Casi que minuto a minuto seguimos el nacimiento de ese universo que es un bebé: sabíamos de los colapsos gravitacionales y sus patrones dentro de esa nebulosa que es el vientre materno. De las reacciones nucleares que cocinaban a esa protoestrella que se negaba a emerger. Del equipo de especialistas que, finalmente, nos mostraron esa estrella hipergigante de 4 mil 200 gramos. Eso equivale a diez masas solares para una familia. Y sus manos y pies son tan grandes que las enfermeras los registraron en años luz.
Tal y como pasó en los tiempos de la Guerra Fría, ambas familias iniciaron una carrera espacial y la primera en entrar en el espacio gravitacional de Cosmo fue la astronauta Anita, la abuela materna. Ella hizo su preparación, se puso su uniforme y viajó para sentir el calor y el destello de ese ser que, para alguien que no tenía nietos, debe ser como el descubrimiento del fuego o comprobar que Dios existe. Y, como sucedió con Neil Armstrong cuando pisó la Luna, hubo transmisión del encuentro abuela – nieto. Reconozco que he visto ese video varias veces y, al igual que muchos negacionistas del alunizaje del 20 de julio de 1969, creo que es un montaje. He analizado con detalle la salida de la mamá con el niño en brazos de la habitación, la reacción de la astronauta Anita al recibirlo, la posición de la cámara, el ángulo de las sombras… y me niego a creer que ella no lo haya visto y cargado antes. Nadie tiene ese poder de autocontrol, mucho menos una abuela primeriza.
Desde entonces ha sido un sinfín de información y datos diarios. Un reciente control pediátrico evidenció que el interior de Cosmo está lleno de gases, como Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno. También hay que reconocer que la astronauta Anita hace un buen trabajo con la documentación gráfica: hemos visto a este nuevo universo bostezar, alimentarse, hacer siesta y cagar. Todos los días, a primera hora de la madrugada y antes de que salga el sol por estas latitudes, ella ya nos tiene una foto del bebé y un mensaje de texto deseándonos “buenos días”. Mamá, o sea la abuela paterna, la cosmonauta Titi, le responde con un emoticón de corazón o un “qué lindo momento” y caritas felices. Pero son respuestas pasivo agresivas porque sé que ella desearía ser la que envía esas fotos y, al igual que los soviéticos tras el alunizaje estadounidense, seguramente enfocará sus recursos en otras misiones de igual o mayor impacto: “mira, Cosmo, te voy a tejer una estación espacial tan grande y sofisticada como el Salyut o el MIR”. Y la veo tejiendo y haciendo planes junto al otro cosmonauta paterno, el abuelo. Porque puede que del lado materno hayan llegado primero, pero del lado paterno próximamente mandaremos dos cosmonautas.

Ilustración del nacimiento de una estrella en medio de polvo cósmico. Foto: NASA, 2009
Hace unos días me desperté a ver los buenos días del bebé y noté que ya no éramos los únicos en esta constelación de Cosmo. ¿Quiénes carajos son Luchis y Matilda y por qué están metidas en este sistema? Porque al igual que el Sistema Solar solo éramos ocho los planetas – entre abuelos y tíos – que girábamos entorno a Cosmo. Un número acorde a los preceptos astronómicos contemporáneos, pero en algún momento a alguien se le ocurrió meter a Plutón, ese planeta enano excluido del Sistema Solar desde el 2006, y a Ceres, ese planetoide que flota en medio del cinturón de asteroides entre Marte y Júpiter.
Para colmo de males, ¡opinan! No son como el abuelo y el tío materno que, como Saturno y Marte, se asoman de vez en cuando para que sepamos de su existencia. O como yo que, como mencioné antes, soy un Mercurio retrógrado que solo se manifiesta ante las desgracias, pero, como todo ha sido dicha, guardo silencio. Entiendo que las tías (materna y paterna) opinen, porque son como la Luna con la Tierra: son hermanas e influyen en las mareas. O los astronautas maternos y cosmonautas paternos, que están preparados para estos momentos. Pero aquí tenemos unos planetoides que, por azar, están en nuestra órbita y gravitan por simple mecánica celeste.
La carrera espacial siempre fue entre dos: Estados Unidos y la Unión Soviética; entre astronautas y cosmonautas. Así fue hasta la caída de la Cortina de Hierro y ahí fue cuando los chinos, los europeos y los indios desarrollaron sus agencias espaciales para enviar satélites y poner gente en órbita. Ahí comenzó el desmadre porque luego vinieron esos megamillonarios excéntricos, como Jeff Bezos y Elon Musk, que transformaron el asombro de lo que implica viajar al espacio en simple turismo.
Menos de un mes nos duró la cosmogonía. Se abrió la puerta a otros alienígenas; a algún pariente marciano que envía mensajes de audio a lo Mafe Walker, a un colega con cara de ET que nos manda cadenas de oración, a un xenomorfo que se molesta por no usar el pronombre “elle”… Seguramente Luchis y Matilda son personas divinas, pero en este chat las siento como turistas espaciales. Unos que llegaron a colonizar y desorganizar este universo recién nacido, que ya contaba con ocho planetas de órbitas perfectas y sincronizadas en sus roles.