Cicatrices que no se borran

9 de noviembre de 2025

Los días siguientes a la tragedia fueron golpes de realidad uno tras otro. Manizales estaba bloqueada. Los puentes que conectaban con Chinchiná, Villamaría y Santagueda se los había llevado el río y las bodegas de Cenicafé estaban tapadas de lodo.
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Cuando uno es niño y un jueves cualquiera te levantas y mamá te dice que no hay colegio, uno se alegra. No estás enfermo, no hay drama en la casa… todo es aparente dicha. Sin embargo, algo tuvo que haber ocurrido para que esa buena noticia me la dieran tan pronto abrí los ojos, pero a los 7 años uno no tiene dimensión de lo que sucede en el mundo.

Como mencioné en mi columna de ayer, Marcado a fuego, a esa edad nuestra capacidad de raciocinio apenas está mejorando y es cuando empezamos a comprender nuestro entorno. Es el fin de la primera infancia y la mía terminó el 6 de noviembre de 1985 con la toma del Palacio de Justicia por parte de la guerrilla M-19. Ese día entendí que en Colombia pasan cosas, muchas de ellas terribles, y unas más trágicas que otras. Pero ese 14 de noviembre supe lo que es el terror y lo indefensos que estamos ante una catástrofe natural como lo es la erupción de un volcán.

La noche anterior, el Volcán Nevado de El Ruiz hizo erupción y por sus laderas y afluentes bajaron lodos y piedras ardientes que arrasaron con todo a su paso. La población de Armero (Tolima) desapareció y unas 25 mil personas murieron bajo el barro. Mi hermana y yo jugábamos en ese día libre que nos llegó de la nada sin saber que cada vez que sonaba el teléfono en el apartamento era papá reportándose desde algún centro de atención de emergencia.

Mamá, que también es médico, se sumaría a las actividades y a nosotros nos despacharon en el primer vuelo de Aces hacia Bogotá. Mis primos, Daniel y Esteban, no contaron con la misma suerte. Ellos vivían en Ambalema (Tolima), muy cerca de donde el barro llegó, y por orden del gobierno de Belisario Betancur esas zonas debían evacuarse. Los primeros en irse debían ser los menores de edad y a ellos, junto a otra decena de niños, los montaron en un camión rumbo a la capital del país. En medio de ese caos mi tía tuvo la claridad mental de ponerles escarapelas a estos niños de 5 y 3 años, de ir hasta Telecom y avisarle a mi abuelo paterno en qué vehículo iban y a dónde llegaban. Hoy con una videollamada por celular se arreglaba la cosa, pero en ese entonces —y en medio de esa situación— era casi que imposible. Tanto que la Fundación Armando Armero reporta que unos 500 menores de edad desaparecieron en medio de esas evacuaciones y rescates.

Unas 20 mil personas murieron en la tragedia de Armero de 1985. La zona es hoy un camposanto reclamada por la naturaleza. / Foto: Archivo Fundación Pares

Los días siguientes a la avalancha fueron golpes de realidad uno tras otro. Durante esas vacaciones forzosas con los abuelos alguien —algún tío, seguramente— me llevó al centro de Bogotá donde pude ver el boquete que, una semana antes, el Ejército dejó en la fachada del Palacio de Justicia tras disparar el cañón de un tanque. Las palomas habían regresado para posarse sobre la estatua de Bolívar y desde ahí se veían las paredes ahumadas donde hace apenas unos días todo fue caos. Al llegar a casa estaban los periódicos con las imágenes de personas cubiertas en lodo, el conteo de muertos, el antes y el después de lo que fue una próspera zona agropecuaria, las llamadas de papá y mamá contando que Manizales estaba bloqueada. Que los puentes que conectaban con Chinchiná, Villamaría y Santagueda se los había llevado el río. Que las bodegas de Cenicafé estaban tapadas de lodo. Que todavía no era momento de volver.

Papaúl, mi abuelo paterno, nos contaba cómo era Armero y de que mi tío estaba allá, ayudando como podía. Pero éramos niños y el drama no nos preocupaba; esa tragedia fue una excusa para reunirnos con otros primos y jugar. Sin embargo, la mirada de Omayra Sánchez, con los ojos reventados de sangre por la presión del barro sobre su cuerpo, es algo que nunca se olvida. Estaba presente en todos los periódicos y los noticieros, y mientras nosotros estábamos persiguiéndonos y jugando a la Lleva, ella luchaba por su vida. Y decía cosas. Cosas que no corresponden a una niña sino a Jesús crucificado: “Madre, si me escuchas, quiero que reces por mí para que todo salga bien”. Frases de agonía, premonitorias de una muerte inminente.

40 años después, cada vez que voy a Chinchiná por la ruta de El Tablazo y llego a la recta que termina en Cenicafé, trato de identificar la marca que dejó la avalancha en los árboles. “Hija, mira ahí, donde el tronco cambia de color, hasta ahí llegó el lodo. Y esas piedras enormes las arrastró el río. Todo esto estaba borrado”. Ella no me pesca, porque a su edad tampoco dimensionaba lo que es semejante tragedia. Pero quienes la vivimos tenemos esa marca en el alma, como los árboles a la entrada de Chinchiná tienen la suya en la corteza.

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  • Periodista y diseñador industrial. Profesor en la Universidad de Manizales. Ganador del Premio Nacional de Periodismo “Orlando Sierra Hernández” 2024.

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