Querida maestra:
Hoy que con mi familia hemos salido para almorzar por fuera de Quinchía, he tenido muy presente nuestra última conversación sobre literatura y región.
Al tiempo que contemplaba la cadena de montañas y colinas que rápidamente pasaban por la ventanilla, pensaba en el capítulo final de Tomás, la centenaria novela de Rómulo Cuesta. En ella, la batalla del Batero, epígono de una de las tantas guerras civiles del siglo XIX, demuestra los peligros del sectarismo ideológico. Por ejemplo, el discurso religioso no aparece para comunicar los dones de la espiritualidad, sino que se muestra como la estrategia más completa con la que establece su hegemonía el Partido Conservador.
La visión de mi pueblo y sus vecinos, desde la carretera, con Quinchía a los pies del cerro Gobia, de Riosucio a la sombra del Ingrumá, de un Supía solariego, extendido en su vega, me recordó lo frágil que ha sido nuestra paz. Y entonces viene una pregunta con ánimo de reproche: ¿Cómo ha sido posible que cualquier discurso encendido y fatalista nos haya precipitado en contiendas fratricidas?
Sí, definitivamente, como lo hemos hablado en distintas ocasiones, la educación para la convivencia pasa por ejercitar los criterios estéticos: aclararlos, confrontarlos, acrecentarlos, oponerlos, decantarlos.
Ver la belleza de esta cordillera y hacerse uno con el dinamismo que protagonizan sus aves y sus mamíferos, escuchando el fragor interno de sus placas acomodándose. Someterse al juego del viento que esconde y descubre el sol; que siembra la lluvia, a veces como murmullo, a veces con gritos de tormenta. Conocer el ritmo propicio para la siembra y bailar las cosechas como lo hacían los abuelos campesinos. Estoy seguro de que el goce de estos placeres, dispone para escuchar lo diverso, lo simultáneo, lo plural.
Repaso las líneas anteriores y me río de escribirle algo hasta cierto punto bucólico, con visos de un romanticismo trasnochado, a un espíritu urbano y cosmopolita como el suyo. Quizás es que, como bien lo ha enseñado usted, seguimos confundiendo el pensar lo regional con promover un espíritu provinciano.
Apelaré a su comprensión diciéndole que, la contemplación de estos paisajes es una prolongación de ese lugar que conocemos bien como nuestra patria auténtica: la biblioteca. Si antes he hablado de la necesidad de contemplar para hacer parte de, es porque entre libros nos unimos al alma del mundo. En las novelas ha estado tanto nuestra educación sentimental, como nuestras preocupaciones escatológicas, nuestras vidas personales hilándose con el devenir de las naciones.
Mi querida Maestra, esta carta que transita entre libros y montañas, tiene por objeto celebrar su designación en la Academia Colombiana de la Lengua, como Miembro Correspondiente.
Precisamente, en el recorrido de esta tarde, me he preguntado por el discurso que pronunció en Bogotá, el pasado 16 de junio, cuando tuvo lugar su recibimiento. Me adelantaba usted, en una conversación telefónica posterior, algo del ámbito en que postuló sus nociones de región y literatura. La necesidad de seguir pensando la región cultural frente a la marginación con la que seguimos operando nuestras políticas públicas.
A veces creemos que hablar de cultura es una curaduría museal en la que se exalten poncho y carrieles, se propongan hierros y mármoles para testimoniar la gesta de la arriería. ¿Y dónde quedan las raíces indígenas? ¿dónde la herencia africana? No se trata de pintarlos e incluirlos en los monumentos, aunque esa sea una de las tareas.
Y es que olvidamos que vestiduras y labores, coplas y caminos versan sobre una práctica que nos sigue definiendo, la migración interna. Con su carga genética y lingüística, con la relación inequitativa de nuestras pobrezas y las riquezas naturales sobre las que nos asentamos.
Será un placer leer su ponencia. En ella sé que estará el eco de la investigadora que usted ha sido, visibilizando el origen de nuestra literatura en la Leyenda del Yurupary, descubriéndonos la riqueza de la novela en Nariño, estableciendo un primer mapa para comprender la literatura risaraldense, tomándole el pulso a la narrativa colombiana contemporánea. Gracias, maestra Cecilia, porque desde los relatos que nos habitan, usted se ha fijado en las palabras que nos construyen y nos ha animado a conservarlas, a conocer otras y sugerirnos su uso. Gracias por la conversación inteligente, en la que el café y el aguardiente nos recuerdan que reír, también es necesario.
