Para quienes no creemos en Dios la búsqueda espiritual se convierte en una cantidad de preguntas. Supongo, ¿sé?, que quienes creen en Dios también se preguntan estas cosas. La respuesta les viene de la fe, de la iglesia, de las herramientas que tienen a la mano quienes pertenecen a una congregación. Los que no entramos ahí tenemos que buscar en otras partes y preguntarnos por el sentido mismo de la espiritualidad. ¿Eso qué es? Digamos que la búsqueda de una flor rara es distinta cuando uno está en un jardín o en un desierto.
Al respecto me gusta lo que dice la doctora Brittney Hartley. Ella, que viene del mormonismo, es una atea que da asesorías de espiritualidad para no creyentes. Según explica a fondo en sus libros y videos la espiritualidad es la necesidad de conexión que tenemos los seres humanos como especie gregaria que somos. Es por eso que inventamos historias, mitos y ritos que nos den una identidad, un propósito y que nos hagan sentir acompañados y pertenecientes.
También aborda otro asunto importante: ¿qué sentido tiene la existencia si, tal como creemos los que no creemos, después de la muerte no hay nada más? La solución que da es sencilla, pero poderosa: “to thrive”. Lo escribo en inglés porque la traducción de este verbo se puede interpretar como prosperar o florecer y a mí me gusta la idea que mezcla esas dos acepciones. Además, fonéticamente “to thrive” crea en mi mente una imagen de vibración, una onda, una oscilación, que se parece a la de la música.
Y a eso vengo, a hablar de música. Hace un poquito más de dos meses volví a un coro. A Umbra, el coro semiprofesional de la Universidad de Caldas que dirige con maestría mi amiga Jenny Moreno. Así que agárrense porque lo que sigue es pura cursilería.

Estoy feliz. Cantar con otros es mi comunión, es mi punto de encuentro, es mi forma de florecer, de prosperar, de ascender y de triunfar. Es la misa a la que asisto. Es tanto mi agarre espiritual como el sentido que le encuentro a la existencia para “to thrive”. Otras cosas que hago son para ser útil, para servir, que también son propósitos importantes, que valoro, que amo y que también le dan sentido a mi existencia. Pero lo que siento cuando canto con otros es algo más.
Antes de que sigamos por este camino de la idealización, déjenme decir que, como todo grupo humano, los coros no están desprovistos de conflicto. Cualquier coro es un laboratorio humano a pequeña escala. Los que cantamos podemos ser insoportables, corregimos a los demás como si fuésemos perfectos. Inseguros, todo el tiempo nos preguntamos si no cantamos muy feo. Competitivos y envidiosos, miramos con recelo al vecino y a los demás coros. Y también aparecen todas las virtudes humanas, claro. Sobre todo la amistad y el amor.
De todas las formas que toma la música el canto es la más corporal: se canta con la propia voz que sale del propio cuerpo, producida por el aliento, los pulmones, el diafragma, la laringe, la faringe, los pliegues, la lengua, la nariz y los huesos del pecho y de la cara. La intención, la pasión, el amor, salen desde el cerebro, que es dónde en verdad reside eso que llamamos corazón. Si le preguntan a un experto, se canta con todo el cuerpo, que es como decir que se canta con la vida. Todo de uno va ahí en un Sol.
Si lo que suena es la suma de las voces, de las vidas, de bajos, tenores, altos y sopranos, en un acorde que podría ser el recontraconocido Do Mi Sol Do, hay algo que adiciono a la corporalidad de mi propia música, un corrientazo que me invade todo el cuerpo, que existe solo en el canto con otros, y que configura para mí la espiritualidad.
Cantar con otros es para mí la forma que toma la plenitud, y, si Dios llegara a existir, es el motivo por el cual mereceré el cielo.