Son las 4:21 a. m., estoy despierta desde hace rato. Desde noviembre sucede con frecuencia: en medio de la noche me despierto sin razón, como si se encendiera el interruptor y mi cerebro se activara para pensar, de golpe, en el trabajo pendiente, la historia que me niego a escribir, el proyecto de grado o los cambios que experimenta mi cuerpo.
Desde hace seis semanas supe que este cuerpo ya no es mío. Lo que antes disfrutaba se ha vuelto enemigo: una mañana fría se transformó en mareo y en un letargo del que cuesta salir. Los tacos y las enchiladas ahora provocan movimientos violentos en mi estómago. Ya no soy creativa durante las horas nocturnas y la concentración se ha evaporado. De hecho, mis vacaciones se resumen en dormir durante el día, saltar de video en video y pasar horas metida en las ocho temporadas de Dr. House.
Las coordenadas que conocía de memoria y que me permitían leer mi cuerpo —sus sensaciones, adivinar sus límites y entender sus síntomas— ya no sirven para nada. Todo lo que sabía sobre mí, habla de otro cuerpo, una piel que ya no se corresponde con ésta, un tiempo en el que no existía este malestar vital y en el que yo no era solo una masa regurgitante.
No pude volver a dormir, así que escribo sobre la decisión de convertirme en alguien más. La herida abierta de la infancia y la incapacidad de proteger de este mundo al ser más amado, resultan aterradoras. Sumemos: la amenaza del fracaso profesional, la imposibilidad de conciliar mis supuestos principios feministas y el derrumbe de mis proyectos intelectuales. Resultado: vértigo, esa sensación de caminar al borde del abismo. La certeza de que cada semana que cumplo me acerca más a lo desconocido.
Hasta hace unos meses estaba convencida de que mis creencias más importantes se guiaban por un pensamiento profundo y que mis razones no podían estar influenciadas por traumas. Fue un sacudón darme cuenta de que mi historia ha configurado mis miedos; fue un terremoto interno aceptar que aquello que creía madurez y pensamiento se reduce a una niña que alguien descuidó y vivió una situación de vulnerabilidad.
Noviembre me obligó a romper la narrativa que tenía sobre mí. Dejé de ser solo yo. ¿Qué queda? ¿Inventar un nuevo relato? ¿Resignificar los conceptos? Toco a mi puerta, pero se abre y ya no estoy. Soy otra. En mi rostro, que adquiere una incipiente redondez, ha aparecido un nuevo gesto —¿acaso solemne, acaso maternal? — que no sé cómo interpretar.
Anoche me detallé poro a poro y concluí que aún no es evidente el bulto en la tripa. Seguro en unos meses aparecerán más ramificaciones de las estrías de las nalgas y crecerán unas nuevas en el vientre.
Sé que vendrán otros cambios y me ocuparé de otras cosas. Este cuerpo no es solo mío. He dejado de ser solo yo… y alguien más me habita.