Abriría este texto comentando que nadie puede ser señalado y estigmatizado por pensar diferente de un funcionario público, ninguna sea su condición de acción política. Ya sea un ciudadanx, un colectivo organizado o un integrante de algún partido político.
La apertura va por las declaraciones recientes del alcalde Rojas, que ahora le ha dado por calificar a todo un combo, que él mismo desconoce en detalle, de sindicalistas, opositores y “gente de izquierdas”. Se pasa de la línea roja, porque está acorralado. Al enfrentarse a una visión de territorio y habitancia que ya no es la suya. Esa ciudad del cemento, la obra de infraestructura, el desarrollo y el progreso, perdió toda vigencia. El tiempo de una ciudadanía que cuida y defiende el territorio, un árbol a la vez, lo tiene mareado y en el desconcierto ha optado por la versión más peligrosa y fácil de solucionar conflictos: la violencia simbólica. Para desacreditar la crítica.
Recuerdo alguna vez que escuché al urbanista Fernando Viviescas decir que la violencia ha sido normalizada en Colombia, como medio de solución de los conflictos, porque es la vía más barata. La frase dura y cínica me causó un temblor, pero tiene mucho de cierto. Hace unos 10 años se empezó el seguimiento de los asesinatos de los líderes sociales, esto porque las organizaciones de derechos humanos necesitaban comunicar el horror de las cifras que para ese momento ya se manejaban en tiempo real. Pacifista Colombia inició un conteo en vivo, que iba cambiando los números en un mural en gran formato en pleno centro de Bogotá, con el objetivo de visibilizar y sensibilizar alrededor de esta problemática. Desde esos días hasta hoy, el conteo no para.
Hoy las cifras de asesinatos de líderes sociales en Colombia siguen siendo horrorosas: “Un total de 157 asesinatos en un año. Uno cada dos días, en promedio. En 2024” según la plataforma Somos Defensores. ¿Por qué los matan?, se preguntan algunos. Seguro que habrá muchas reflexiones profundas teóricamente elaboradas, y que con evidencia han rebatido los discursos de otras épocas en los que se decía que los mataban por líos de faldas o por deudas con prestamistas. A mí me interesan dos aspectos puntuales: todos ellxs se encontraban en algún ejercicio de defensa de derechos. Muchos sino todxs, fueron señalados de ser esto o aquello: reducidos en el discurso y luego en la vida.
La violencia simbólica antecede a la violencia física, así lo ha documentado dolorosamente la Comisión de la Verdad. Pongo aquí un fragmento de las recomendaciones del informe final que es contundente en este sentido:
«La negación del otro, su desvalorización, el convertirlo en blanco de violencia porque vive en la frontera, porque es un campesino de una zona considerada «roja», porque es de un barrio pobre de Cali o Medellín, porque es un empresario o porque tiene otras ideas políticas, es un proceso en el que se engranan múltiples acciones, tanto materiales como simbólicas, que van desde el uso de los discursos, la violencia física, el abuso policial o judicial, y terminan en la instalación, dentro de la cultura política, de imaginarios de odio y desprecio».[1]
Y es por esto que es inadmisible que un alcalde municipal sea quien señale a líderes sociales, sean estos opositores o no, estén o no en campaña electoral, sea un ciudadanx de a pie, un sindicalista, un estudiante, nadie o ninguno. Queda algunas preguntas: ¿Serán capaces instituciones como la Defensoría del Pueblo, de hacerle control al discurso violento de sus propios aliados en la administración? ¿Seguirán optando los actores políticos en Colombia por el camino fácil y barato de la violencia, o le darán espacio al largo camino del diálogo y el entendimiento mutuo?
[1] Comisión de la Verdad. Hay futuro si hay verdad : Informe Final de la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición. Volumen «Hallazgos y recomendaciones» — Bogotá : Comisión de la Verdad, 2022.