En la última semana se supo de dos robos novelescos, uno en París y otro en Manizales. En el Museo del Louvre, el domingo 19 de octubre, cuatro hombres se robaron nueve joyas del Segundo Imperio francés en el museo más visitado y grande del mundo: subieron al edificio desde el muelle del Sena, se ayudaron por un montacargas, con una motosierra rompieron la ventana, luego accedieron a la Galería de Apolo y destrozaron vitrinas para hacerse con algunas joyas napoleónicas. Sonaron las alarmas, pero nadie hizo nada. Ya había turistas, pues esto sucedió entre las 9:30 y las 9:40 de esa mañana. A los ladrones les bastaron cuatro minutos para el robo y unos más para el escape. Hasta perdieron una de las joyas que habían sacado: la corona de la emperatriz Eugénie de Montijo. Las autoridades francesas han dicho que las joyas robadas tienen un valor incalculable; en algunos medios de ese país, sin embargo, se ha estimado que valen unos 88 millones de euros y que lo más probable es que se desmantelen para venderlas por partes en el mercado negro.
En Manizales, tan solo unos días después, durante la noche del jueves 23 de octubre, otra banda se robó un camión de valores. El carro había sido parqueado en la bahía del Parque Caldas, a un costado de los cajeros: lo dejaron sin conductor y prendido. Luego, otras personas se montaron en él y lo condujeron hacia la calle 27 con carreras 20 y 21, donde hay un parqueadero público. En un video difundido por La Patria se registra que a las 8:14 minutos llegó el carro de valores —una camioneta Toyota amarilla—. A la entrada del parqueadero lo habían estado esperando un carro gris —que se movió para dejarlo ingresar— y una persona encapuchada, quien unos segundos antes había accedido al parqueadero público para abrirle al carro de valores. El conductor del carro gris se quedó en el carro y el copiloto se bajó con un bolso negro y entró también al parqueadero antes de que el carro de valores llegara. Mientras tanto pasaron carros, motos y una señora paseando a un perrito. Tres personas al frente conversaban. Nadie sospechaba que justo en ese momento rompían la parte trasera izquierda del carro de valores con una sierra eléctrica y que se robaban más de $2.000 millones.
Hacia las 8:16 cuatro personas —con gorra o encapuchados— llenaron el baúl del carro gris con tres bolsas blancas grandes, una más pequeña y al parecer dos bolsas negras. Segundos más tarde, casi a las 8:17, las cuatro personas se montaron al carro gris y huyeron. El conductor nunca se bajó. Como los ladrones del Louvre, tampoco se llevaron todo el botín (dejaron sin robarse una caja fuerte con mil millones de pesos). Parece que una característica de los ladrones de hoy en día es que son codiciosos, pero no tanto.
Con este robo podemos decir que Manizales sigue estando a la altura de las grandes capitales del mundo. Es inevitable recordar la historia del famoso robo a Bancolombia en 2017 a través de un hueco que daba al lote boscoso detrás del edificio ubicado en la avenida Santander. O la historia en 2015 del robo al apartamento del exsenador conservador Ómar Yepes; los ladrones desempotraron hasta las cajas fuertes y se llevaron dinero y joyas por una cifra que algunos estimaron en mil millones y otros en el doble. O la historia en 2003 del robo a una avioneta que transportaba dinero, que fue baleada antes de despegar.
El domingo pasado escribió Antonio Muñoz Molina una columna en El País en la que se preguntaba por qué será que hay una suerte de aceptación y hasta empatía con este tipo de crímenes: en el fondo, nos gustaría que los ladrones novelescos se salieran con la suya, por su inteligencia y por su capacidad de desarrollar estos planes en el momento preciso. Sobre todo si a quien le roban es a una institución multimillonaria que no tiene reparos en desahuciar a seres humanos si no pagan créditos impagables, o si lo que roban los ladrones novelescos son piedras preciosas extraídas de países pobres. El escritor lo dice mejor: “Pero los montones de joyas del botín —se refiere al botín robado en el Louvre— pertenecen más a la historia del despilfarro y del expolio colonial que a la del arte, una ordinariez de diamantes y esmeraldas tan grandes que parecen falsos, traídos en los tiempos más negros del colonialismo desde quién sabe qué yacimientos de Colombia o de África, a costa de un trabajo de esclavos”.
Aunque, pensándolo bien, tal vez sea más interesante lo que pasa después del robo que el acto del robo: ¿uno qué podrá hacer con un collar de zafiros del siglo XIX?, ¿quién podría comprarlo sin que sospeche?, ¿qué nivel de paranoia se podrá mantener al pensar que se tienen en la maleta millones de euros condensados en una bolsita?, ¿cómo y en dónde gastarse la plata?, ¿a quién decirle que uno tiene miles de millones de pesos en la valija del carro?, ¿cómo contenerse de no gastarse uno treinta millones de pesos en una cena como cualquier influenciador colombiano con ganas de exponer su delirios de rico?, ¿cuando los atrapen quién implica a quién?, ¿quién miente?
Una cosa es planear el robo, pero otra cosa es planear el después del robo. Me encontré con la historia del ultranacionalista italiano, Vincenzo Peruggia, que se robó la Mona Lisa del Louvre en 1911 vestido de bata blanca de operario, un día en que el museo estaba cerrado: con dos cómplices se escondió en un armario, luego salió por la noche, burló las protecciones de vidrio y el marco que él mismo había ayudado a instalar y salió sin más con la pintura más importante de la historia escondida en su ropa. A Peruggia lo descubrieron cuando le ofreció el cuadro a un comerciante de arte florentino llamado Alfredo Geri quien no dudó en denunciarlo. “Espéreme aquí”, le dijo después de que se lo ofreció, “ya vuelvo”. Y el “ya vuelvo” era que llamó a la policía para que arrestaran a Peruggia y recuperaran el cuadro.
Esto de los robos da para mucho. Basta decir —para no robarles más tiempo— que Manizales es una ciudad extraña, donde en apariencia no pasa nada pero de tanto en tanto suceden robos novelescos que nos hacen suspirar. Nuestra realidad le gana a nuestra ficción. El ingenio de los robos novelescos es talento literario puro y duro. Los ladrones manizaleños deberían pensarlo dos veces y podrían dedicarse a escribir novelas. Puede que no se hagan mucha plata, pero por lo menos tienen garantizada la vocación. A la literatura contemporánea le hacen falta novelistas que sepan mentir, y a la realidad le sobran ladrones.