Tan distintos, tan parecidos. En un artículo sobre la política exterior de Trump, publicado en agosto pasado y llamado “How to win at foreign policy”, la revista The Economist cierra con esta frase: “Aquellos que dicen que el señor Trump está buscando sus propios intereses —y no los de Estados Unidos— tienen muchas municiones”. Este argumento parece el mismo para criticar al presidente Petro, luego de su discurso en la Asamblea General de la ONU. El periodista Daniel Coronell, en su última columna de Los Danieles titulada “El automártir”, también remata la suya sobre las ansias del presidente Petro de verse no tanto como el presidente de Colombia sino como una especie de leyenda flagelada de izquierda, latinoamericana y mundial: “La vanidad política y el deseo de fabricar su leyenda prevalecieron sobre la responsabilidad que tiene como presidente de todos los colombianos”. Lo dijo porque, según su investigación, el presidente tuvo en sus manos la posibilidad de impedir la descertificación de Estados Unidos sobre Colombia en cuanto a la lucha contra el narcotráfico, pero la dejó pasar.
Estos dos personajes, tan distantes ideológicamente pero tan parecidos en la práctica, hacen pensar que a veces las relaciones internacionales son sobre todo un juego de vanidades. En un texto muy corto (“How to Get a B. A. in International Relations in 5 Minutes”), el teórico de las Relaciones Internacionales (en mayúscula porque es una disciplina) Stephen M. Walt dice que uno de las conceptos sobre los gira en torno las RR.II. —además del “miedo” y la “codicia”— es el de “Percepción errónea o cálculo erróneo”; en otras palabras: la “estupidez”. Según él, “No se puede realmente entender la política internacional y la política exterior sin reconocer que los líderes nacionales (y a veces países enteros) a menudo se malinterpretan entre sí y a menudo cometen estupideces notables”. Dice Walt que los Estados reaccionan a falsas narrativas de defensa o ataque, y que esto puede provocar un efecto dominó. Ese efecto muchas veces no es calculado, y las decisiones que se toman no son basadas en lineamientos racionales de política exterior sino en algo menos complicado de entender: la estupidez de sus líderes, su propia vanidad.
A juzgar por el estilo de Trump y Petro, cada vez más las relaciones entre Estados se manejan por personas que no saben absolutamente nada de lo que están haciendo, que juegan en un entorno de poder mundial demasiado complejo y del que no tienen mayor información, y que no les preocupa en los más mínimo cuáles pueden ser las consecuencias atroces de esos actos. ¿Estamos en las peores manes? Sí, no podemos dormir tranquilos.
Lo anterior es cierto, en parte. Políticos como Putin o como Netanyahu parecen tenerlo todo calculado, como genios malvados. La estrategia de Putin ahora la llaman los expertos “estrategia híbrida”, que significa en colombiano “combinar todas las formas de lucha”: desde asesinatos a opositores —muertos en extrañas circunstancias—, espionaje con drones a países de la OTAN (al parecer, Rusia está detrás de los drones hallados en Polonia, Estonia y Dinamarca en estas últimas semanas) y sabotaje digital hasta los canales diplomáticos oficiales. A Netanyahu no le ha importado mucho que el Reino Unido y Francia hayan reconocido a Palestina como Estado; lo único que le interesa es el cheque en blanco que todavía le ofrece Estados Unidos, así tenga que aceptar el supuesto plan de paz que impone Trump y que le impide a Hamás gobernar en Gaza. El último discurso de Netanyahu en la Asamblea General fue otra provocación: “No habrá un Estado palestino”; señaló que todo el que no esté de acuerdo con él está a favor de Hamás y, según su cuentas, un ciudadano de Israel vale por miles de ciudadanos palestinos. Para la comunidad internacional ya parece un consenso que sus bombardeos a Gaza son un “genocidio”, por más de que algunos académicos echen chispas y digan que ese concepto no es preciso. ¿Pensará Netanyahu antes de dormir en los 65 mil palestinos que ha asesinado desde 2023? ¿Putin sentirá aunque sea cosquillas con la cifra de más de trescientos mil soldados rusos y ucranianos muertos desde su invasión a Ucrania? No y no. Puede que solo les interese verse al espejo de sus vanidades.
El mundo de las relaciones internacionales, más que nunca, está atravesado por las ideas y las narrativas (para usar términos de una corriente de pensamiento de las RR.II., que es el constructivismo): falsos hechos, muchos de ellas elaboradas por IA, o fake news con intenciones políticas: construcciones sociales que se replican a veces queriendo, a veces sin querer queriendo. Por los algoritmos, las personas eligen, consciente o inconscientemente, lo que quieren creer. Todo está hecho para que todo sea un caos, cada vez peor. No importa que en Gaza se bombardeen hospitales: si lo que te interesa es el supuesto hecho incontrovertible de que el presidente Petro es un adicto a la cocaína, esa será tu fuente de indignación. Bienvenidos a las democracias digitales. Estamos en medio de una guerra de ideotas.
Mientras tanto, los políticos locales toman nota. Cada vez son más conscientes de que, como decía el macabro de Nietzsche y como lo replicó el jurista de causas cambiantes Eduardo Montealegre: hoy en día “No hay hechos sino interpretaciones”. No importa tanto que algo sea cierto, lo importante es cómo eso se puede usar para beneficio político: las lágrimas, la indignación y hasta la sangre. El lunes pasado se inauguró la tercera línea del Cable Aéreo en Manizales. El alcalde Jorge Eduardo Rojas publicó en sus redes una foto en la que se le ve en una cabina del cable; después, Carlos Mario Marín replicó en su Instagram la misma imagen diciendo “Nos decían locos”. Pocos políticos están a la altura de reconocer que un logro de ciudad también es de sus antecesores o de sus continuadores; Rojas no ha desaprovechado oportunidad para criticar a Marín y para decir que Manizales le debe el cable solo a él. Como Trump o como Petro, como Putin o como Netanyahu: después de ellos, solo Dios —y a veces el diablo—.