«Siete veces Lucía», de Juliana Javierre (fragmento)

13 de julio de 2025

Barequeo publica un fragmento de "Siete veces Lucía", obra con la que Juliana Javierre ganó en 2018 el Premio Nacional de Novela Aniversario Ciudad Pereira.
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19 de agosto de 1989

Mamá llora. Deberíamos irnos, le digo. Ella hace un gesto de desaprobación. Irnos, pienso, antes de que sea tarde. Evita mirarme. Ha traído el viejo traje negro de Papá y un par de zapatos embetunados que arroja junto a la cama. Se oculta de mí como si así también se ocultara de sí misma. Mientras me visto, permanece bajo el marco de la puerta. Papá grita desde la cocina. Hace rato que no le temo, pero me acojo a la silenciosa obligación de obedecerlo, tal vez pensando en evitar un desenlace que sospecho cada vez más inevitable. Quiere saber por qué tardamos tanto. De prisa, me calzo los zapatos y bajamos, Mamá y yo, de la mano hasta la sala. Allí, Papá me espera con el periódico doblado bajo el brazo.

Ha envejecido. Poco queda en él del hombre que solía pasar las noches bebiendo, acompañado siempre de una mujer diferente, sin importar si Mamá se enteraba o no, para después reprocharla porque, según él, nunca respondía adecuadamente a sus deberes conyugales.

—De cualquier forma —afirma, echando un vistazo rápido al periódico— él no era el presidente. —Se sacude el traje. Camina hasta el mesón, abre la gaveta con las llaves que cuelgan de su cinturón de cuero y se asegura de que allí las cosas permanecen intactas. Luego, la cierra y me dice que es hora de partir.

Mamá me besa. Advierto, cuando lo hace, que una mancha de color púrpura se esparce desde su ojo izquierdo hasta la parte baja de la mejilla. No es rabia lo que siento: es miedo de saber que un día no soportaré ya más, miedo de terminar siendo quien no soy. Ignorando a Papá, voy a la cocina por un poco de agua para humedecerme el rostro. ¿Estás ahí, Carlos?, me pregunto. ¿Carlooooos, estás? Dentro de mí no hay respuesta. ¿Carloooos?, insisto, esforzándome en encontrar al niño que desde hace rato murió en mí. No, nadie tras la máscara: en esto me convertí. En un gesto mecánico, apago la luz de la cocina. Vuelvo a la sala, le doy otro beso a Mamá sobre la mejilla herida y cruzo el marco de la puerta en dirección a la calle donde ya Papá ha encendido el tercer cigarrillo del día. Una pareja pasa. Hay conmoción en todos los rostros alrededor nuestro. El joven, alto y fornido, lleva un sombrero de paño negro que se retira al vernos, en un gesto de colectivo pésame que, con intención, Papá ignora. En cambio, mira el periódico por segunda vez.

—Él no era el presidente —reafirma, como si importara.

Abordamos un taxi. Nuestro silencio solo se ve interrumpido por las indicaciones de papá al taxista; desde el retrovisor, nos mira inquisitivo. Le extraña que no hayamos mencionado nada sobre las trágicas noticias de la noche. En la radio, el locutor entrevista a una mujer que asegura haber presenciado los hechos. Sabíamos que lo mataban, dice. Le extraña la frialdad sin fondo que me separa de mi padre. Y lo mataron. Le extraña que, a tan temprana hora de la mañana, una oscuridad de noche me envuelva. Lo mataron antes de que alcanzara a decir palabra. Llora, o parece llorar, hasta que el locutor la interrumpe, como nos interrumpe el taxista una vez llegamos a nuestro destino. Desde la ventana, Papá le arroja un billete de dos mil pesos. A mí hace rato no me extraña casi nada.

Sigo a mi padre a través de corredores que ya se estiran, ya se encogen, ya se hacen intransitables. Sin importar a donde mire, por todas partes la muerte. Por un instante, siento que Papá me dirige una mirada cómplice. Me pregunto si, por primera vez en dieciocho años, nuestros corazones caminan en la misma dirección. No, yo no puedo amarlo. Cualquier sentimiento bueno hacia él me pondría en riesgo. La sola posibilidad de parecérmele me produce terror. Puedo, acaso, compadecerlo. Una vez frente a la habitación, ubicada en el último piso junto al balcón, me ordena esperar afuera. Accedo, movido no por el desprecio que me produce la abuela, su obstinación aun en medio de la enfermedad, su afán de dominio, sino por la imagen de un joven enfermero que contempla el paisaje desde la baranda. Mientras lo observo, una fuerza superior a mis fuerzas me obliga a caminar con temblor hasta él, a caminar hasta estar muy cerca —tan cerca— que su olor a cloro me envuelve.

—Es hermoso —digo al fin.

—¿Qué dijo? —pregunta, sin girar a verme.

—Que es hermoso…el paisaje.

—Son edificios.

—Pero edificios hermosos… ¿no cree?

Se ríe. De pronto, abandona su mano sobre la mía. Me cuesta saber si se trata de un acto accidental o si en realidad concordamos en las pasiones, si también él se imagina que, tomándolo por la espalda, le susurro algo al oído para después acariciar, primero con suavidad, luego con brusca ternura, el imponente grosor de su espalda, la solidez de sus glúteos, su piel joven.

—Lo picó, hermano —dice entonces, dejando al descubierto el cuerpecito de un mosco aplastado en el
dorso de mi mano.

Juliana Javierre / Fotografía de Santiago Díaz.

Siete veces Lucía

Juliana Javierre

Alcaldía de Pereira, Secretaría de Cultura

Pereira

2018

178 páginas

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Autor

  • Pereira, 1993. Estudió Literatura en la Universidad Javeriana de Bogotá. Ha publicado el ensayo Cultivo una rosa blanca: Martí desde su epistolario (Klepsidra Editores, 2017), la novela Siete veces Lucía (2018), con la que obtuvo el Premio Nacional de Novela Aniversario Ciudad Pereira; el libro infantil ilustrado Pecuecienta: historia de un desencantamiento (con ilustraciones de Juan Carlos Salcedo Ante), ganador de la Beca para Creación de Libro Infantil Ilustrado de la Convocatoria Municipal de Estímulos 2020, y la novela Plaga (2021), publicada por Seix Barral.

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