El sobre blanco
Morí una semana después de cumplir un año.
La celebración del cumpleaños fue bonita-bonita. Como no alcancé a tener amigos, el Feliz cumpleaños me lo cantaron sólo mamá, papá y mi hermano. Ella preparó una torta de banano con bocadillo, la cubrió con clara de huevo a punto de nieve y la roció con azúcar pulverizada y ralladura de limón.
Mamá usó la receta que le enseñó mi abuela en Cali y que a ella le enseñó mi bisabuela, cuando todavía vivían por allá arriba en la punta de la cordillera, en ese pueblito que se llamaba Aranzazu y que parecía de juguete, de lo pequeñito que era.
Aranzazu tenía dos calles largas, una a cada lado de la plaza: la que subía para las veredas y la que bajaba hacia Manizales. Allá construyó una casa mi bisabuelo, el que siempre caminó jorobado por lo mucho que le tocó agacharse para encontrar pepitas de oro en el Chocó. El patio de la casa daba miedo porque se asomaba a un desfiladero y si la ropa se volaba por el viento había que darla por perdida.
Aranzazu también tenía una iglesia. A mi bisabuela le gustaba sentarse los domingos de misa en las bancas de adelante. Decía ella que así la escuchaba mejor el Cristo crucificado que mandaron traer los vecinos desde un convento en Quito.
Era lindo Aranzazu en los recuerdos de mi bisabuela.
Es lindo que ahora me rodean los recuerdos de mi familia, como una nebulosa de luciérnagas.
De mi bisabuela me gusta un recuerdo en particular. Tenía veinte años, pero era toda una señora con arrugas en la frente, el pelo recogido en una moña y un delantal bien amarrado a la cintura. Ya era mamá de cuatro hijas. En el recuerdo también está mi abuela a su lado, todavía bien chiquita, como de siete años. Usaba un vestido con boleros y medias con boleros y diadema con boleros y, encima de todo, un delantal de niña. Veo a las dos en la cocina: amasaban bocadillo y bananos maduros en un platón de aluminio, preparaban la torta para el primer cumpleaños de Imelda, la menorcita de las hijas. Ninguna se reía, pero estaban contentas. Mi abuela porque aprendía la receta de la torta de banano con bocadillo, mi bisabuela porque la enseñaba por primera vez.
*
Lo que más me gustó de mi único cumpleaños fue la torta que preparó mamá. Recuerdo que fue sabroso sentirla apachurrada entre los dedos, por eso me la unté hasta en el pelo y se la unté a mi hermano en la cara y a mamá en el pantalón y a papá en la camisa. También comí un poquito y sabía rico.
A mamá le quedaban deliciosas todas las tortas: la de banano con bocadillo, la de pan viejo, la de zanahoria y hasta la de caja que vendían en el supermercado.
Lástima que ya no prepara tortas porque la tristeza le quitó las ganas de amasar y la pobreza la dejó sin horno.
Mamá ahora sólo cocina lo poquito que necesita para no morirse de hambre. Está muy flaca y parece que ya no tiene ganas de nada, sólo de venirse a vivir conmigo. Yo todavía no la recibo porque mi hermano la necesita. Quiere pedirle que le enseñe a preparar las tortas y decirle que la ama.
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Mi hermano era mucho mayor que yo, tenía catorce años cuando mamá y papá le contaron que yo iba a nacer.
El momento de la noticia empezó con que papá llegó de su trabajo en la Oficina de Desastres del Ministerio de Salud. Eran las seis y pasaditas de la tarde. Entró al apartamento cansado y arrancándose la corbata.
No le gustaba usar corbata porque la consideraba una derrota ante el sistema. Pero le tocaba. Así se lo hizo saber el director de proyectos a los pocos días de entrar a trabajar en el Ministerio. El director, un gordito cacheticolorado, reunió a los empleados nuevos en la sala de juntas y, con esa amabilidad que suena a orden, les dijo yo sé, muchachos, que lo de la presentación personal no es importante para algunos de ustedes; y está bien, nos aguantamos lo del pelo larguito; los entiendo, yo también estuve en la universidad y quise cambiar el mundo con canciones y vino caliente; sin embargo, no se les olvide que todos somos la cara del Ministerio y necesitamos que la gente nos quiera y respete y, no nos digamos mentiras, una buena presentación personal hace la diferencia.
Papá odió cada bobada que dijo ese director lameculos, como le decía, pero le tocó empezar a usar corbata todos los días. Tenía que cuidar el puesto porque, si no, ¿con qué iba a pagar las cuentas a fin de mes y las pensiones del colegio de mi hermano? Le tocaba usar corbata para ser un hombre de bien, de los que “proveen y responden”, como decía su papá que debían ser los hombres de bien.
Por eso papá, siempre que entraba a la casa, se arrancaba la corbata del cuello con furia y la dejaba en el espaldar de alguna silla. Aunque después, antes de dormirse, como a escondidas, la recogía con cuidado y la llevaba al clóset para dejarla bien doblada junto a las otras. Papá sabía que las corbatas costaban un ojo de la cara y en esa época el palo no estaba pa’ cuchara, como decía mamá.
Nunca lo estuvo.
Papá se veía lindo con corbata, a mí me gustaba.

Eduardo Otálora Marulanda y Adriana Villegas Botero conversarán sobre la novela Quieto el sábado 4 de octubre a las 5:00 p.m. en Expofuturo, durante la Feria del Libro de Pereira.
Quieto
Eduardo Otálora Marulanda
Junio de 2025
144 páginas
ISBN: 978-628-7655-96-6