«Prohibido tocarse», de Juan Camilo Morales (fragmento)

30 de junio de 2025

Con autorización de Angosta editores publicamos un adelanto de la novela "Prohibido tocarse", del manizaleño Juan Camilo Morales. La obra intercala la voz de tres hombres durante la pandemia.
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EL FLACO

A mi amigo le hablé alguna vez del cucho: Vive solo, solo. ¿Tanta plata para qué? ¿De verdad tiene tanta plata?, dijo mi amigo. Sí, esa casa es una mansión. Lo chistoso es que solo lo veo comprar cervezas, dije yo. Debe ser un tacaño que guarda toda la plata debajo del colchón. Va y se muere por alcohólico y deja todo eso ahí para el primero que lo encuentre, dijo mi amigo. Como mi mamá, que le decía a mi papá: Esta porquería ya se va a infartar de tanto tragar y no hacer nada, y me va a dejar encartada con estos culicagados. Mi amigo se parecía a mi mamá. Serían igualitos si mi mamá hubiera sido marihuanera. Se parecían sobre todo en los ojos claros, amarillos. Mi amigo era pálido como una pared; mi mamá estaba siempre roja, quemada por el sol, y quemada por dentro también. Ella abría los ojos para regañarlo a uno y le salían chispas, gritaba y le salía humo, por mi Dios que sí. Yo, en cambio, soy moreno y de ojos oscuros, y la gente cuando me ve me pregunta por el mar, a mí que, si mucho, conocí el río del pueblo que siempre tenía el agua hirviendo. También me preguntan que qué hago en una tierra tan fría y que por qué ando siempre en pantaloneta. No entienden que cuando uno es de tierra caliente lleva el sol puesto a todas partes.

*

La vez de la vaca que casi no pare mi mamá estaba con las manos dentro de una olla con el agua hirviendo. Las manos le salían rojas y humeando, y botaba las plumas de la gallina en un balde lleno de agua sangre a su lado. Cinco terneros. No encuentro uno, pa. No me dio la cuenta. Él estaba sentado en un taburete al lado derecho de mi mamá, con el pucho en los labios y desgranando unas mazorcas. Se paró de un brinco: ¡La vaca!, dijo, y nos dejó viendo el rastro del humo del cigarrillo hacia la puerta. Mi mamá sacó la gallina pelada de la olla hirviendo, la puso en el mesón de un golpe que sonó como una nalgada, y con un cuchillo más grande que el brazo la despescuezó. Tiró la cabeza al balde y se limpió las manos en la batola. Pasame el machete, que yo voy a despresar a esa vaca desgraciada. Volteé a mirar la gallina sin cabeza y cuando volví a mirar a mi mamá ya no la vi. La alcancé entrando al potrero, iba con el cuchillo ensangrentado. Eche para allá, mujer, no ve que no quiere parir porque sabe que le quitamos el ternero, dijo mi papá. No seás maricón, dijo ella, dio media vuelta y se fue. La vaca estaba acostada, y mi papá, arrodillado, tenía la trompa entre las piernas, con su pantalón de dril lleno de rila, porque él siempre estaba de pantalón, camisa y sombrero. Le acariciaba la frente plana. Si no parís vas a matar al ternero y te morís vos también. Mi hermano estaba parado, apoyado en la escopeta como si fuera un zurriago, esperando que la cosa se complicara para poder darle un balazo detrás de las orejas. La vaca se murió; el ternero también. A mi papá lo echaron y nos tocó buscar otra finca para vivir. En el campo no hay ese vicio que tienen en la ciudad de separar trabajo y techo.

EL VIEJO

Fui a la tienda dos esquinas más abajo, en la camioneta. Hubiera ido caminando, pero subir lomas o escaleras empinadas me hace daño para las rodillas. Cuando llegué estaba cerrada, pero de todas formas me bajé a mirar si había alguien adentro. Se alcanzaba a ver movimiento por el vidrio. Golpeé varias veces con una moneda. Un hombre sin tapabocas vino, mirando feo. Abrió una ventanita. Papi, andate que no podemos atender a nadie. Solo domicilios. Me pasó una tarjeta con el número. Me subí al carro y marqué desde el celular. ¿Qué cervezas tenés?, le dije al que me contestó. De las que quiera, papiMandame unas seis, de las más fuertes que tengás, dije. ¿Para dónde sería?, me dijo. Para la camioneta blanca que está al frente de vos. Se rio y colgó. Alcancé a pensar que no me había creído, y cuando ya iba a volver a llamar alguien salió. Se acercó al vidrio del copiloto. Era un flacucho con un casco de moto puesto. Qué falta de educación. Como que vio mi desconfianza porque levantó la visera del casco y le pude ver los ojos. Eran unos ojos grandotes y negros, negrísimos. Me pasó la bolsa con las cervezas, pero yo no dejaba de mirarlo a los ojos. No le entendí cuando dijo lo que le debía y entonces se quitó el casco del todo. Tenía unos labios gruesos, apenas se le notaba el bozo y tenía una nariz grande, torcida. Se rio. Esto no lo deja hablar a uno, dijo. Y yo me reí. Qué flaco tan gracioso. Le pasé la plata y se fue. Me quedé buscándole un parecido que no pude encontrar.

*

Todo está en silencio. Otro trago. La vejiga me duele y me voy para el baño. Empiezo a orinar. Sigo orinando. Podría quedarme ahí leyendo mi libro y terminar las seiscientas páginas antes de que se me acabe el chorro. Que hay que interrumpir el flujo, orinar intermitentemente, para ejercitar no sé qué y así ir agarrando fuerza en la pelvis o no sé qué bobadas. Uno creería que, con sesenta y ocho años de práctica, orinar sería sencillo. ¡Vejez desgraciada! Las mujeres que no se embarazan sufren de cáncer de seno y de útero. Los hombres que no anduvimos por ahí embarazando mujeres a diestra y siniestra sufrimos de la próstata. Hay que ser un aberrado, pues, para ser saludable.

Sigo orinando y sigo y sigo hasta que oigo, otra vez, una moto. Ahora sí estoy seguro. Aprieto las nalgas para cortar el chorro y salgo rápido al balcón. El desespero en la entrepierna me hace seguir botando gotas, pero con la respiración las controlo. Alcanzo a ver una farola en la noche. Respiro, aguanto. La farola llega a la puerta de la portería y se apaga. Una sombra negra y estilizada baja de la moto y se quita el casco. No se distingue sino la silueta recortada por las luces amarillas del alumbrado público, pero imagino esos ojos ahí, más negros que su sombra, tragándose la mismísima noche. Ya no aguanto y me devuelvo al baño a terminar de orinar, por varios minutos más.

ÁNGEL

Muevo las manos hasta que doy con la luz y la prendo: una cama destendida, un casco de moto encima, unos shorts en el piso, una silla con una mata. Huelo la mata, es un laurel. El clóset está entreabierto con camisetas sucias encima de la maleta naranja de los domicilios. Nada más. Obviamente este es el cuarto del Flaco. Todo tan simple, todo tan él. Me quito la ropa y la dejo arrugada en el piso. Me pongo los shorts del Flaco. Apago la luz y me acuesto en la cama. Un rayo de luz entra desde la calle por una hendija de la ventana y pega en el techo y en la cara. Esto no deja dormir. Con razón duerme bocabajo y yo que pensaba que era para tentarme con el culito al aire. Qué rico el Flaco. Me levanto y busco en la oscuridad con la mano hasta que toco una de las camisetas. La huelo. Huele al Flaco. Me la pongo. Me toco por encima de la ropa. Qué rico, soy el Flaco. Vuelvo a la cama. Me acuesto bocabajo. La almohada huele a pelo mojado. Me la jalo. Pienso en el culito al aire, en las piernas largas, en la verga gigante. Qué rico, Flaco. Me la jalo hasta que mancho la sábana. Uf. Me limpio la mano en la camiseta sucia. Qué hambre y yo sin un peso. O pongo a trabajar esa moto o pongo a trabajar este culo, pero no me voy a morir de pobre. ¿Será que el Flaco lo da por plata? Eso del cucho que le compraba cervezas era bien raro. Ese cucho es todo seriote, ese cucho siempre es todo elegante, esa casa del cucho es súper bonita, ese pobre cucho como que vive ahí solo, ese cucho me invitó hoy a tomar una cervecita, me mareaba el Flaco marica hablándome de él. Aunque está bueno saber que a ese cucho le gustan los peladitos. Tiene que tener buena plata, también. Esos barrios donde trabajaba el Flaco son de los más top. Me siento en la cama y estiro la mano para agarrar el casco. Me lo pongo. Huele a la almohada del Flaco. Me levanto y prendo la luz. No hay ni un espejo en este cuarto. ¿Cómo hace el Flaco para vivir así? Me toco las piernas, los shorts, la camiseta, la barriga que ya casi ni se marca, el casco, la visera levantada. Se me para otra vez. Vuelvo y me acuesto, pero esta vez con el casco puesto. Me toco por encima. Esta mano no es mía, es la del Flaco tocándome. Me pellizco las nalgas como me las pellizca el Flaco. Me doy unas palmadas que me dejen ardiendo la piel: Flaco, pégueme, y otra palmada, Sí, así, y nalgada tras nalgada. Levanto la visera del casco y me meto un dedo en la boca. Lo muerdo como se lo muerdo al Flaco. Flaco, ahógueme, y empiezo a ahorcarme con la otra mano. Flaco, sí, así, más, y más me aprieto y más me ahogo. Ahogarse es maluco al principio, pero luego es rico. Me muerdo más y más duro el dedo. Me voy a arrancar este dedo que no es mío sino del Flaco. Hágale más duro, Flaco, hágale hasta ahogarme. ¡Uff, sí! Si uno sabe cómo ahorcarse no hay necesidad de jalársela. Ahogarse es la locura. Me saco el dedo de la boca. Lo siento pulsando del dolor. ¡Qué rico! Vuelvo y me levanto. Esta vez no manché las sábanas, manché los shorts.

Prohibido tocarse

Juan Camilo Morales Benavides

Editorial Angosta, colección Lince

2024

Medellín, Colombia

196 páginas

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Autor

  • Manizales, 1991. Es realizador de Cine y Televisión y Magíster en Escrituras Creativas de la Universidad Nacional de Colombia. En 2022 publicó su primera novela, "Tubo a tórax", con editorial Zaíno y en 2024 publicó su segunda novela, "Prohibido tocarse" con Angosta editores. Es profesor de Cine y Literatura de la Universidad de Caldas y tallerista de la red RELATA.

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Directora Adriana Villegas Botero