Uno
El corazón aceleradísimo, revoloteando, tratando de salirse del pecho. Está atrapada en una caja de concreto en la que no sabe cómo entró, y tampoco sabe que el animal enorme que la mira no quiere hacerle daño, quiere ayudarla a salir. Yo también quiero salir. Afuera, abajo, en la calle, empiezan a cantar unos mariachis. Parece que el mundo estuviera diciéndome que no, que este momento no puede ser como a mí me gustaría que fuera, no puede ser «ideal», no puede ser tranquilo. Es un encuentro inesperado y hermoso, pero también es ruidoso, es agobiante, es horrible. Los mariachis suenan atrapados también aunque están afuera. Está haciendo calor y ellos tienen encima esos trajes pesados y negros. Cantan sin saber para quién, musicalizan sin darse cuenta la escena de una película que nunca van a ver.
Cuando veo un pájaro atrapado o herido siento que mi corazón se hace pequeño, se aprieta, se aliviana, revolotea, trata de salirse del pecho. Se convierte en pájaro. Siento que mis manos tienen el tamaño justo para atraparlo y ayudarlo, y al mismo tiempo son demasiado grandes, demasiado bruscas, con suficiente fuerza para aplastarlo, para quebrarle los huesos de las alas sin querer.
Me acerqué un poco más y le dije por favor confía en mí, no te voy a hacer daño, estoy tratando de ayudarte a salir. Puse una bolsa de tela cerquita de donde ella estaba. No puedo decir que logré meterla en la bolsa porque no la metí yo. Ella más o menos entró, yo más o menos la empujé. Se quedó tan quieta que parecía que se hubiera muerto. Tuve mucho miedo de herirla, de romper sus huesos chiquitos con la presión de mis manos gigantes, pero algo en ella me dijo mis huesos son chiquitos pero son muy fuertes, vengo volando desde lejísimos, he aguantado ventarrones y tormentas, puedo aguantar esto. Bajamos juntas por las escaleras. En una mano llevaba la bolsa de tela en la que la atrapé para ayudarla a salir, en la otra mano llevaba una taza metálica con agua hasta la mitad, que esperaba que pudiera ser una ofrenda de amor para la pájara cansada y asustada, mi visitante accidental. El corazón revoloteando, tratando de salirse del pecho. Como un pájaro atrapado que está tratando de seguir la voz de la luz, lanzándose contra ventanas que no abren con la esperanza de atravesarlas o hacerlas caer.
Llegamos a los árboles, y supe con todo el cuerpo que eran suyos y míos. No sé si fue el sonido o el olor, o un cambio en la sensación del aire, o una señal magnética de la tierra que le dijo tranquila, ya estás más cerca. O fue la impaciencia de sentirse encerrada durante tanto tiempo (esos segundos en vida de pájaro deben haber sido una eternidad). Empezó a revolotear dentro de la bolsa. La abrí con cuidado, quise mirarla. Quise que se mantuviera quieta para poder verla con la certeza de que sobrevivió, de que al tratar de ayudarla no la maté, que puede irse sin hacerse más daño. Quise ofrecerle una gota de agua, quise acariciar las plumas brillantes de su diminuta cabeza, quise decirle algo que se pareciera a una oración para que llegue sana y salva a su destino. Quise por lo menos darle las gracias por su accidental visita. Se fue volando y no alcancé a hacer nada de eso. Solo pude verla volar, que era realmente todo lo que necesitaba.
Los mariachis seguían cantando todo el rato y cantaron también mientras subía las escaleras. Antes ni me había dado cuenta de qué era lo que cantaban porque toda mi atención estaba puesta en que mis manos gigantes no quebraran esos huesos pequeñitos, pero cuando mis manos volvieron a su tamaño normal no tuve más remedio que escuchar que hablando de mujeres y traiciones. Sacudí la cabeza tratando de expulsar esa letra que, aunque nunca quise, aprendí de memoria. Quería silencio, quería espacio abierto en el que todavía revoloteara el recuerdo de mi visitante accidental. Pero no fui capaz. Las palabras se agarraron y no soltaron y yo subía un pie mientras repetía por dentro que pidieron que cantara mis canciones, y luego el otro pie y yo canté unas dos en contra de ellas, y así escalón por escalón hasta que llegué al séptimo piso antes de que se acabara la canción. Abrí la puerta con las manos todavía temblorosas por los súbitos cambios de tamaño, y me fui directo a la biblioteca a buscar el libro que le ayudaría a mi mente a dejar de perseguir la letra de esa ranchera. Pasé las páginas y vi cómo aparecían y desaparecían garzas, gavilanes, gallinaciegas, colibríes, carpinteros, búhos, mieleros, periquitos, tángaras, loros, atrapamoscas, bichofués, mirlas, siriríes, cucaracheros. Hasta que la vi: Cardellina canadensis. Reinita canadiense. Migratoria. Insectívora. Tiene una línea amarilla que le cubre la frente y que luego se une con un anillo ocular, también amarillo, que la hace parecer con gafas. Usualmente silenciosa, forrajea en la parte baja de los árboles y entre arbustos. Es poco común y solo se le ha visto entre noviembre y enero. Yo la acabo de ver en abril. Reinita. Viajera inesperada. Huesos diminutos. Alas poderosas. ¿Qué estaba buscando tan arriba, en lo que para mí es el piso siete? ¿Por qué vino en abril? ¿Por qué, reinita? Afuera cantan que no queda otro camino que adorarlas. Adentro trato de grabar en mi cuerpo el recuerdo de su existencia pequeñita, sus plumas oscuras, sus ojos luminosos. Trato de recordar qué más sentí, porque sé que no fue solamente la torpeza de unas manos gigantes con banda sonora de mariachis. Fue el ruido del mundo entrando sin invitación a un momento lleno de belleza. Fue un momento lleno de belleza recordándome que hay más cosas en el mundo, además del ruido. Mi corazón se convirtió fugazmente en pájaro y se reconoció en otro pájaro y no quiero que esa sensación se me olvide.

Niñapájaroglaciar
Mariana Matija
2023
Bogotá, Colombia
196 páginas